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(Una mamá instruida que vive en la zona norte de Quibdó ha enviado este artículo para que sea publicado sin nombre, pues tiene miedo reflexivo y está ad portas de desplazarse con su familia. Es un texto escrito con la razón desde su corazón).

Estoy en mi patio, sintiendo la brisa entre los árboles y observando los pétalos de flores de marañón que forman una alfombra magenta, como nieve de color.
Mis hijos juegan con niños de la calle contigua, entre hormigas arrieras, piedras, pétalos y hojas. De repente un ruido fuerte nos alerta de que se aproxima un helicóptero, verde militar. Pasa por encima del barrio y se aleja rápido. Vuelve otra vez la tranquilidad.
Desde hace un poco menos de un año no se escuchaba el ruido de helicópteros pasando sobre nuestra casa, en uno de los tantos barrios de la zona norte de Quibdó, ruta aérea hacia la región del medio Atrato. Desde que renací en el barrio he aprendido a leer algunas señales del conflicto armado: Aprendí a observar las cinturas de los jóvenes para captar signos de armas, aprendí la desconfianza hacia el desconocido, aprendí el miedo por ser mujer y a dormir sola en mi casa.
He conocido semanas con muchos helicópteros militares pasando, esto correspondía siempre con hechos como enfrentamientos u otras acciones militares en el medio Atrato, que a mis ojos eran un indicador, un medidor de la intensidad de la guerra en la región. Desde el cese al fuego con las FARC, el ruido de helicópteros no se volvió a escuchar, y el ambiente se sentía como rocío en verano, bonito y esperanzador.
Esta semana, llevo varios días escuchando de nuevo los helicópteros. Me dejan inquieta. En los comunicados que han llegado a mis manos, vía redes sociales, firmados por organizaciones etnicoterritoriales y Diócesis de Quibdó, se lee la emergencia y la grave crisis humanitaria que padece el Chocó, pero también en conversaciones informales de pobladores y vecinos:

«En los ríos Bebará y Bebaramá hubo hechos de violencia hacia la población, hechos relacionados de alguna manera con la minería en la zona. La gente está asustada por la presencia de grupos armados que no han podido identificar: ¿serán pandillas? ¿Serán paramilitares? ¿Quién fue?
En el municipio de Lloró, varias comunidades estuvieron desplazadas por la presencia y el accionar de grupos paramilitares en su territorio. Algunas retornaron, la mayoría están confinadas, sin libertad de hacer y moverse. A esto se suman enfrentamientos entre grupos paramilitares y la guerrilla del ELN.
En el vecino municipio de Bagadó las comunidades advirtieron la presencia nocturna de miembros de un grupo armado no reconocido, ¿el ELN? ¿los paramilitares? El miedo se difunde.
En el litoral del San Juan, al sur del departamento, más desplazamientos y hechos victimizantes, sin claridad sobre su autoría. Otra vez la pregunta: ¿ELN o paramilitares?
En el Alto Baudó, también enfrentamientos y desplazamientos, las dinámicas son parecidas.
En el bajo Atrato, en diferentes ríos se advierte la presencia masiva de grupos paramilitares».

Comunicados, conversaciones, reuniones donde se escuchan estos testimonios que ocurren en lugares distintos de la geografía chocoana, que no son más que hechos sistemáticos que dejan una pregunta en el aire: ¿Y el Estado? ¿Y la Fuerza Pública?
Muchas veces he mirado ese marañón, o he caminado estas calles empapada de pesimismo sobre el proceso de paz entre Gobierno y FARC, pero sobre todo, pesimismo del futuro del Chocó. Me tomo un buen jugo y converso con un amigo que trabaja en Bogotá en temas de desplazamiento forzado a nivel nacional; desahogo mi angustia con él, y me comparte su lectura personal frente a las tendencias observadas: “el plan es volver el Chocó y este país dominado por el paramilitarismo”.
La violencia vinculada al conflicto armado en el Chocó se agudiza desde 1996, con la penetración paramilitar en la región. A partir de este momento el conflicto se caracteriza localmente por una lógica de control del territorio y de sus recursos naturales. El conflicto armado entra al Chocó a través del río Atrato, inscribiéndose en las dinámicas más amplias del conflicto, que se desarrollaron en el norte de Urabá y la región bananera desde los años 80, para pasar a la región del río Atrato y el resto del Chocó. Desde entonces, la situación en la región es compleja, caracterizada por la fuerte presencia de distintos grupos armados, enfrentamientos, paros armados, retenes, restricción a la movilidad, amenazas, asesinatos selectivos, desplazamiento forzado y desarraigo de numerosas personas hacia los centros urbanos del departamento como también hacia las grandes ciudades colombianas.
La situación actual preocupa a las comunidades por representar una especie de déjà vu: desde su entrada a la región hasta su supuesta desmovilización en el marco de la Ley 975 de Justicia y Paz adoptada en 2005 (durante el mandato del presidente Álvaro Uribe), y aún después, los paramilitares han actuado en connivencia con las fuerzas pública, armada y algunos funcionarios, como lo han venido denunciando reiteratamente distintas organizaciones sociales.
El barrio donde vivo, es uno de las decenas de barrios que se construyeron en la zona norte de Quibdó de manera urgente y desesperada, por familias desplazadas, victimizadas y empobrecidas: aquí vive gente del Atrato, Baudó y San Juan, muchas de las cuales no habían pensado jamás en hacerlo, y por eso extrañan su territorio, su río, que a pesar de la contaminación por la minería, guarda recuerdos de niñez y juventud. La situación padecida hace que muchos de mis vecinos se asusten al escuchar el tableteo de los helicópteros estremecer sus techos.
La zona norte ha sido siempre señalada como lugar de peligro en la geografía urbana, desde una lógica de exclusión que ha afectado y revictimizado a sus habitantes. Dentro de las representaciones estigmatizantes, la zona es tildada de peligrosa, de “por ahí ni te asomés”.
Desde hace un tiempo en el barrio estamos preocupados por el actuar de jóvenes de aquí que se han vinculado con grupos armados. Ahora dicen pertenecer a algún grupo, andan por la calle, sentados en las esquinas vigilando a quienes entran y salen, estableciendo reglas a cumplir, atribuyéndose labores “sociales” y celebrando sus hazañas con licor, música y drogas. Otros se dicen milicianos.
El barrio en días de rumba se llena de gatilleros y armas. La gente queda en silencio, muchas hijas de vecinos tienen sus novios entre las filas. De vez en cuando unos disparos en la noche. Desde hace un tiempo vivimos una inquietante tranquilidad. No pasa “nada” y eso angustia casi más, pero es como rayos y truenos antes de la tormenta.
En la ciudad corren rumores: que algunos funcionarios y comerciantes trajeron a los paramilitares a la ciudad para controlarla. El miedo recorre el cuerpo de forma sutil. La duda sobre lo que es o no es, genera más temor todavía. ¿Qué va a pasar con los supuestos milicianos que dominan parte de la zona? ¿Nos tendremos que ir y abandonar nuestra casa? Ahora en carne propia, empiezo a entender de otra forma y con más profundidad lo que significa un desplazamiento forzado.
Mientras tanto, más helicópteros vuelan cruzando el cielo, niños y niñas detienen sus juegos para verlos pasar, los señalan gritando mientras dejan de recoger las flores del marañón que se ponen de tapete en la tierra desnuda del patio. En los periódicos y noticieros el Ministerio de Defensa sigue afirmando que no hay paramilitarismo en Colombia. Y aquí en el Chocó hay policías que se acercan a la Diócesis asustados, pidiendo ayuda por amenazas recibidas contra sus familias de parte de sus vecinos, milicianos o paramilitares que sean. El color magenta de las flores del marañón, ¿tratarán de decirnos algo?