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Camilo Alzate / Comunicaciones CIVP /

Cristina del Pilar Guarín salió un miércoles temprano para su puesto de trabajo en la cafetería de una importante institución gubernamental. Su familia nunca la vio de nuevo porque ese día, 6 de noviembre de 1985, un comando guerrillero del M-19 irrumpió por la fuerza en aquel edificio: se trató nada menos que de la toma del Palacio de Justicia, en plena Plaza de Bolívar de la capital, a plena luz del día, frente a los ojos de millones de telespectadores.

Lo que pasó entonces es bien conocido. El Ejército montó un operativo de retoma sin ningún respeto por la institucionalidad ni los Derechos Humanos. Los militares desconocieron otras ramas del poder público que pedían el cese al fuego, bombardearon el edificio, exterminaron a todo el comando insurgente salvo a una guerrillera que logró escapar, y se llevaron a varios civiles sobrevivientes para guarniciones militares. Entre ellos había visitantes ocasionales, funcionarios, importantes magistrados y los trabajadores de la cafetería. Ahí estaba Cristina del Pilar. No obstante, Cristina no volvió a su casa,  ni su cuerpo apareció entre las víctimas. El padre, don José Guarín, recorrió las calles de Bogotá casi veinte años buscándola sin descanso: como nunca vio el cadáver se rehusaba a creer que su hija estuviera muerta. Al final se murió sin encontrarla, enfermo de desesperación. Tres décadas después los restos de Cristina fueron identificados en una fosa común y su caso es uno entre miles en esta tragedia nacional.

¿Dónde están los desaparecidos? ¿Cuál era su lucha, su vida, su trasegar diario? ¿Quién se los llevó y por qué? ¿Cuál fue impacto de la desaparición para sus familias, sus comunidades, sus procesos organizativos? ¿Qué pasó con su memoria? Estas preguntas quiere resolverlas de un plumazo la narrativa oficial negando, una vez más, que en Colombia ocurrió un conflicto armado de dimensiones aterradoras.

La sutileza de las declaraciones revela un cinismo que raya en lo criminal: esta misma semana la Fiscalía y Medicina Legal afirman, apelando a dudosos criterios técnicos, que no hubo desaparecidos durante la toma y retoma del Palacio de Justicia, como si 34 años de búsqueda y dolor, de marchas y protestas, de investigaciones y sentencias condenando al Estado colombiano hubieran pasado de balde. No existen. No ocurrió. No fueron. No son. Volver a desaparecer a los que ya fueron desaparecidos, toda una proeza de la narrativa oficial.

Justo esta misma semana, en el marco de la conmemoración del Día internacional de la Desaparición Forzada el 30 de agosto, el periodista y escritor español Paco Gómez Nadal anda de gira por el país presentando la Cartografía de la Desaparición Forzada en Colombia, un impresionante trabajo de la organización Human Rights Everywhere que cruza datos oficiales del Estado colombiano con 200 mapas del país analizando multitud de variables que van desde la relación íntima de la desaparición forzada con el conflicto armado o los cultivos de uso ilícito, hasta la posible feminización del fenómeno. Y aunque los datos están acusados de subregistro, la decisión de usarlos obedece al propósito político de demostrar con la misma información oficial que en Colombia ocurrió y sigue ocurriendo una verdadera catástrofe humanitaria. La información oficial sobre el tema es deficiente, incompleta y contradictoria, no obstante, el Centro Nacional de Memoria Histórica cruzó datos de diversas fuentes para establecer una cifra consolidada que a septiembre de 2018 alcanzaba las 80.472 víctimas.

«No parece casual que un Estado con un conflicto armado y un proceso de paz no haya desarrollado una estructura institucional razonable para hacer este trabajo de registro de víctimas [de la desaparición]», explica Gómez Nadal, quien además insiste en la poca efectividad del Estado para castigar este crimen en particular: «la impunidad en casos de desaparición forzada es del 99.51%, es decir, casi que en el cien por ciento de los casos no se ha hecho justicia».

Aunque los mapas no plantean conclusiones ni veredictos por sí mismos, hay hilos de los que se puede tirar. Un sólo año coincide con el pico máximo de las desapariciones en el país: 2002, cuando salía Andrés Pastrana y llegaba Álvaro Uribe a la presidencia reforzando el Plan Colombia y la agresiva política contrainsurgente conocida como «seguridad democrática». O la relación del fenómeno con la región del Pacífico, por ejemplo, donde se presentan tasas de desaparición considerablemente más altas que el resto del país que alcanzan sus máximos históricos en momentos donde ocurrieron hechos determinantes del conflicto. Citemos dos casos: Chocó tiene sus mayores registros en el norte del departamento durante 1997, coincidiendo con la ofensiva militar conjunta del ejército y los paramilitares contra las FARC conocida como «Operación Génesis»; o en Buenaventura la desaparición se dispara después del año 2000, cuando hace su incursión el Bloque Calima de las Autodefensas para disputar el control territorial con las milicias guerrilleras. Para el trabajo de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico este es un insumo  valioso y necesario, por ello la CIVP acompañó y respaldó el lanzamiento de la Cartografía en Medellín, Cali y Bogotá.

   

La Cartografían fue resultado de tres años de un trabajo colectivo. Junto a los mapas hay aportes, colaboraciones y textos de Fidel Mingorance, Isabel Zuleta, Fernando Arias, Juan Manuel Roca, Jesús Alfonso Flórez, Yenni Ortiz, Erik Arellana Bautista, Adriana Arboleda, Paco Gómez Nadal y Lee Douglas. Todo este trabajo puede consultarse, descargarse o utilizarse gratuitamente en el portal interactivo DesapariciónForzada.co.

Igual que don José Guarín, igual que las Madres de la Candelaria o las víctimas de Trujillo, miles de colombianos se levantan cada mañana preguntando dónde están sus familiares, quién se los llevó, por qué. No podemos olvidar cuáles eran sus luchas, cómo fue su vida, su trasegar diario. Este trabajo es una torrente imprescindible para controvertir aquella narrativa oficial que quiere maniatar la verdad y dejarla enterrada en una fosa común.

Fotografías de Rodrigo Grajales. Víctimas de la masacre de Trujillo durante las primeras exhumaciones de sus familiares desaparecidos, Marsella, Risaralda, 2018.