El techo de la iglesia se vino encima. Una teja le cayó en la frente como un cuchillo filoso. Otro pedazo de muro le aplastó un pie. El padre Antún Ramos perdió el conocimiento. A su alrededor, el caos, la sangre, el llanto, el miedo. De esas 300 personas que se habían refugiado el 2 de mayo del 2002 de los combates entre guerrilleros y paramilitares en el templo de Bellavista (casco urbano de Bojayá, Chocó), solo pocos seguían en pie. El resto había explotado en pedazos: ancianos, niños, mujeres embarazadas. Es que la guerra no discrimina.
A los pocos minutos, el padre Antún despertó. Pero lo hizo con una fuerza y calma incompresibles en medio de tanto horror. Con la frente reventada, como si llorara lágrimas de sangre, cojo, aturdido aún por el estallido del cilindro bomba, el padre empezó a dar instrucciones, como si dirigiera un barco, uno que, según él, aún podía salvarse de hundirse.
“Recojamos a los heridos y luego cruzamos por el río (Atrato) hacia Vigía del Fuerte (Antioquia)…”.
Así, con esa lucidez que hoy le sigue asombrando, el sacerdote lideró el rescate de unos cien heridos de la iglesia y sacó a la comunidad de Bojayá. Tomó un remo y le amarró una sabana blanca, como un símbolo de paz, un escudo contra los violentos.
Pero los ‘paras’ y guerrilleros fueron ciegos y sordos ante esas súplicas. El padre Antún recuerda que las balas les rozaban las cabezas, los brazos, las piernas. Solo que todos parecían tener una piel de hierro. Ninguno cayó.
Ya han pasado 12 años de aquel día en el que Bojayá vivió lo más cercano a lo que sería el fin del mundo, porque si es verdad que hay un juicio final, seguro se parecería a lo que allí ocurrió. “Sí, así debe ser el infierno”, dice Antún, quien apenas tenía 29 años cuando cargó en su espalda el destino de todo un pueblo.
Hoy, a sus 40 años, el padre chocoano, de 1.85 metros de estatura, delgado, con ese acento tan fiel a su Pacífico, recuerda, como si acabara de ocurrir, una de las peores masacres de la historia de Colombia. Hoy, cuando las Farc -que lanzaron el explosivo que cayó en la iglesia- discuten con el Gobierno la reparación a las víctimas, el padre Atún Ramos habla de heridas que no cierran.
Padre, después de doce años, ¿sigue teniendo pesadillas con la masacre?
Sí, cuando pasa un hecho que se parezca a lo que ocurrió en Bojayá, a uno le vuelve a la memoria esa barbarie de la guerra; es una realidad con la que hay que aprender a convivir.
Sé que no le gusta que lo llamen héroe, pero eso fue usted para las víctimas de Bojayá. En medio de ese horror, ¿cuál fue la decisión más difícil que tomó?
Quizá es la primera vez que cuento esto: para mí lo más doloroso fue decirle a la comunidad que teníamos que hacer fosas comunes. Nosotros, los afrodescendientes, creemos que al muerto hay que hacerle su velorio y sus nueve días de oración. Entonces, no encontraba las palabras para decir que teníamos que abrir unos huecos inmensos, pues era lo mejor para evitar problemas de salubridad y seguridad. Apenas les dije que teníamos que envolver los muertos en bolsas y tirarlos a esas fosas, hubo un silencio eterno. Eso fue muy doloroso.
Padre, imagino que son muchas las imágenes desgarradoras que siguen intactas en su memoria, pero ¿hay alguna que lo siga atormentando?
Sí, siempre recuerdo la imagen de esa primera persona que me pidió auxilio. Era un muchacho, tenía la cabeza cercenada y escasamente podía balbucear algunas palabras. Curiosamente, ese pelado era hermano de un guerrillero. Entonces, para mí verlo ahí, agonizando, fue el reflejo de la contradicción de la misma guerra.
Usted tuvo que decidir a quién podía salvar y a quién no, dependiendo de la gravedad de las heridas, ¿cómo pudo cargar ese peso?
Yo hubiera querido ayudar a más gente, pero los combates seguían, los paramilitares disparaban por encima de nosotros y la guerrilla estaba hacia el otro lado. Me tocaba recoger el herido, llevarlo a la casa de las Hermanas Agustinas y luego volver por otro. Con ojo de médico pueblerino, y según la cantidad de sangre, veía a quién podía ayudar. Suena grotesco, pero si alguien no tenía media cabeza o había perdido muchos miembros, tenía que dejarlo ahí. Sentí que me faltaron pies y manos.
Tras la masacre, usted viaja a Medellín para hacer una terapia de recuperación y luego se va tres años a Roma. Estando allá, tan lejos, donde la vida pareciera tan perfecta, ¿no pensó en quedarse, en alejarse para siempre de tanto dolor?
Yo me fui a una misión para estudiar y, claro, alejarme un poco de todo por recomendación de los psiquiatras. Pero sabía que tenía que regresar porque era un acto de cobardía y de deslealtad con la Diócesis y con mi tierra quedarme allá.
En esa lucha por sobrevivir, usted se enfrentó con guerrilleros y paramilitares que seguían los combates. En ese momento, estando herido, ¿ya no le temía a la muerte?
Creo que no, porque en ese momento lo que tú menos piensas es qué puede pasar contigo, pues tienes una responsabilidad con una comunidad y debes hacer algo, te toca.
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Es miércoles 11 de junio. Al otro lado de la línea, desde Quibdó, donde vive ahora, el padre Antún revela que la masacre de Bojayá no fue la primera vez que la guerra cercenó su corazón. El 1 de febrero de ese 2002, las Farc hostigaron la capital del Chocó. En medio del caos, su madre salió corriendo. Intentó entrar a una casa para refugiarse, pero no alcanzó. La angustia le cortó la respiración. Murió de un paro. Meses después, el ELN secuestró a su hermano en Cali. Por su liberación, le exigieron $400 millones. Tuvo que venderlo todo. Con lo que reunió, logró que a los 50 días lo soltaran.
Ese año, entonces, puso a prueba la fe de ese jovencito que a los 17 años viajó de Quibdó a Bogotá para convertirse en cura. De ese pelado inquieto que quiso ser comentarista deportivo, pero desafió ese destino predecible para ser “un padre social”, como esos de su natal Bagadó, que llevaron electricidad al pueblo. Ese año, ni él mismo podía responderle esa pregunta a su papá: “Mijo, ¿Dios qué tiene contra nosotros?”
Estos 12 años, sin embargo, le ayudaron a comprender que siempre hay dos caminos: levantarse o caerse, odiar o amar, perdonar o guardar rencor. Él decidió, entonces, que tanto dolor lo ayudaría a ser feliz. Y se mantuvo en pie, como un homenaje al significado de su nombre Antún: “Árbol fuerte”.
¿Cómo se puede ser feliz después de tanta barbarie?
La otra opción es la infelicidad y eso para qué. Yo ahora disfruto todo: sentarme al lado del río, conversar con mis verdaderos amigos, comerme una buena comida. Esas pequeñas cosas, que antes daba por hechas, me han ayudado a alcanzar esa felicidad.
Usted como sacerdote ha dicho que el rencor enferma, pero como el hijo que perdió a su mamá, el hermano que sufrió un secuestro, el joven al que le cayó el techo de una iglesia encima, ¿sí ha logrado perdonar?
Yo tengo dolor, pero eso no me ha llevado a guardar rencor. Dígame, qué puedo ganar yo con no perdonar. Yo ya perdoné y me reconcilié, y eso me hace sentir más tranquilo.
Entonces, ahora que el Gobierno negocia con las Farc, ¿usted aceptaría ver a esos guerrilleros que tanto daño le hicieron de vuelta en la vida civil, en la política, por ejemplo?
Desde luego, porque la paz tiene sus costos y uno de esos es la reconciliación, aceptar que puedes ver al otro en la vida civil, en situaciones en las que puedan resarcir un poco el dolor, aunque las vidas no se logran recuperar. Yo le daría la mano una y mil veces a los que me causaron daño.
El país, sin embargo, hoy está dividido entre quienes piensan como usted, que paradójicamente son víctimas de la guerra, y otros que se niegan a esa reconciliación…
Yo creo que cuando no dispones tu espíritu para entender que el otro se equivocó, con justificación o no, te enfermas. Obviamente, la impunidad es un temor porque causa violencia. Yo creo que todavía estamos a tiempo de combinar esas dos propuestas que se van a debatir este domingo (mañana), porque igual son dos modelos para acabar el conflicto con las Farc. Sé que hay que tener mucho cuidado con la impunidad porque hay mucha gente herida que cree en la justicia del ojo por ojo y diente por diente.
¿Usted sí cree en el proceso de paz?
Yo soy el más optimista de los pesimistas. Yo espero que, por el bien de Colombia, esta guerra de más de 50 años no siga. Que todos esos recursos que se están invirtiendo en la guerra, se inviertan en esos pueblos que han sido más golpeados, como el Pacífico.
Se anunció que las Farc reconocerían a las víctimas del conflicto, ¿eso les da a ustedes algo de alivio?
Me parece que se avanza en algo, pero no creo que sea un alivio del todo, porque aún hay mucho dolor.
Padre, dicen que la verdad libera, ¿la de Bojayá sigue oculta?
Sí, estamos en mora de conocerla. El Estado, por ejemplo, no ha explicado su relación con los paras. Uno no entiende cómo ellos pudieron atravesar los pueblos del Urabá antioqueño y llegar a Bojayá sin controles.
Usted siempre ha aclarado que la masacre no se dio por un ataque de las Farc, sino por una confrontación; incluso ha desmentido a generales…
Sí, para mí las Farc son responsables porque tiraron el cilindro que cayó en la iglesia, pero los paramilitares también porque nos utilizaron como escudo humano. Y el Estado fue permisivo y no nos protegió. Recuerdo que el general Montoya aseguró en los medios que yo había dicho que no se habían presentado combates, sino que fue un ataque de las Farc; cuando yo nunca pronuncié eso. Él me pidió que llamara terroristas a los guerrilleros, pero yo me negué. Esa declaración del general me creó muchos problemas con las Farc, solo después de una entrevista, en la que pude contar mi versión, me sacaron de su lista de objetivos militares.
Después de 12 años, en Bojayá el tiempo parece haberse detenido, no hay un hospital, solo hay energía algunas horas, el pueblo está abandonado. ¿El Estado, entonces, también ha sido verdugo de esta tierra?
Sí, yo voy a Bojayá unas cuatro veces en el año y siempre pienso: ¡está gente de qué vive, por Dios! Ese puesto de salud es una vergüenza; hace 20 días que estuve, el médico me contó que de noche tienen que usar velas para atender a los heridos. Entonces, uno siente que el Estado nos ha tratado como ciudadanos no colombianos. Te cuento una anécdota: días después de la masacre, cuando el vicepresidente de esa época, Francisco Santos, llegó a Bellavista, la población me pidió que hiciera un cartel de bienvenida, yo les dije que sí, pero que tenían que respetar lo que yo quisiera poner. Entonces escribí: “El 2 de mayo murieron muchos civiles fruto de confrontación entre ‘paras’ y guerrilla, al resto nos está matando el abandono. Bienvenido, señor vicepresidente”.
Cuando visita a las víctimas, ¿cómo las ve?, ¿no han sanado las heridas?
La gente sigue con un dolor muy fuerte. También hay mucha dificultad económica, porque de la plata que les dieron de reparación ya se gastó. No hubo proyectos productivos, no hubo una terapia psicológica sostenida. Aún falta una reparación colectiva.
Bojayá en La Habana
Las víctimas desde que empezó el proceso han reclamado estar presentes en la mesa de La Habana, ya se estableció que sí viajará una representación. ¿Usted quisiera estar allí, en esa discusión?
Por supuesto (risas), me encantaría porque, como Iglesia, hemos acompañado siempre el diálogo, aunque sé que hay personas que conocen más del tema que yo.
¿Y allá, teniendo de frente a las Farc, qué les diría?
Que para lograr la paz, tiene que haber verdad, justicia y reparación. Y que si están hablando de paz, deben demostrarlo con acciones.