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Actualidad

Los chocoanos llevan el oro en la sangre

By diciembre 31, 1969No Comments

La codicia por el oro atrajo a comerciantes del interior del país (los “paisas”), quienes trajeron consigo maquinaria capaz de extraer metales preciosos en mayores cantidades, lo que a su vez provocó que las grandes empresas multinacionales, no sólo pusieran su ojo voraz en el Chocó, sino que empezaron a apoderarse de las grandes riquezas que anidan en el subsuelo y en el lecho de los ríos de la región.

Esta última, la presencia de las multinacionales, es la nueva tendencia que en los tiempos recientes se abre paso en la región, y aceleradamente; una transformación y unas dinámicas a las que los chocoanos han tenido que adaptarse, y las que miran avanzar tan impotentes como rabiosos.  

 Esta son las historias de dos mineros tradicionales, el uno dueño de un pequeño entable mecanizado, y el otro un rebuscador de batea, o barequero que llaman; quienes para sobrevivir han debido adaptarse a las nuevas condiciones; dos historias que muestran cómo los chocoanos llevan el oro en la sangre.

 “En la minería veo el desarrollo”

Tibaldo Mosquera es un ingeniero civil de 50 años de edad, oriundo de Condoto, uno de los principales municipios productores de oro en el Chocó. Es abogado y biólogo químico, sin contar las otras especializaciones que ha logrado hacer gracias al oficio de la minería. Hoy es uno de los pequeños mineros asociados a Fedemichocó, organización de segundo nivel que agrupa a 350 propietarios de entables, quienes le piden al gobierno que se les reconozca en el Código Minero y así formalizarse.

Tibaldo aún trabaja asociado con su familia, como lo hacía en los tiempos en que era pequeño; tiempos en los que, batea y pala en mano, salía con sus padres y tíos a las orillas de los ríos en busca del sustento del día.La batea es un recipiente de madera de forma circular u oblonga, sin asas, que se utiliza para lavar tierras y con un movimiento centrífugo deja los metales en el fondo de ésta.

 Él recuerda que antiguamente, para extraer los metales preciosos, los habitantes de la región construían sistemas no mecanizados como el llamado “aguas corridas”, con el cual se aprovechaban las lluvias y las pendientes de los barrancos. También recuerda el buceo a pulmón libre, que consistía en amarrarse una piedra en la cintura para sumergirse durante 3 o 4 minutos, y así extraer la tierra que contenía el metal. “Eran personas de una capacidad pulmonar asombrosa”, dice.

Métodos como los anteriores fueron opacados por la llegada de las primeras retroexcavadoras a comienzos de los años 90, llevadas por los “paisas” a la región. A partir de entonces la extracción del oro aumentó y cambiaron las dinámicas, más invasivas y hostiles con el medio ambiente. Fueron aquellos años de bonanza y prosperidad, pues las tierras aún estaban llenas de metales y podían extraer 8 o 10 libras de oro al mes. Una buena cantidad, teniendo en cuenta que ahora, cuando el minero tiene suerte, el promedio es de 3 libras mes. La libra de oro se cotiza hoy en $654,860.

La presencia de las nuevas tecnologías mecanizadas hace que para los chocoanos, aunque quisieran, ya sea imposible practicar la minería tradicional, puesto que se destruyó gran parte de las pendientes en los alrededores de los ríos. Ahora la única forma trabajar de manera artesanal es por medio el barequeo ayudado por las retroexcavadoras.

Los nativos entonces pasaron a trabajar a las minas mecanizadas, y sus aspiraciones ahora se centraron en reunir capital suficiente para comprar su propia maquinaria y crear sus entables. Así lo hizo Tibaldo, quien reconoce que “muchos negros nos hemos empoderado de maquinarias, lastimosamente no con todas las normas que se requieren”.

Para llegar a este punto Tibaldo y su familia adquirieron en un principio motores viejos de 15 caballos de fuerza, que sirvieron para succionar agua y soltarla a presión sobre los barrancos del río, lo que desprendía la tierra y por ende el metal. Así trabajó durante algunos años, ayudado por siete personas, todas de la familia. Hasta cuando la experiencia y el dinero ahorrado le permitieron comprar dos retroexcavadoras. Había cumplido su meta.

El entable lo establecieron cerca de Condoto. Comenzaron con jornadas de 20 horas, y para ello necesitaron de 24 personas, entre operadores de máquinas, ayudantes, motoristas, chorreros, bota piedras, cocinera, patinador (persona que hace los mandados) y cargueros del combustible. Sin embargo el oro no llegó tan fácil, ni sigue llegando fácil.

“A uno le preguntan: ¿por qué no se salen de ese negocio? La respuesta es que la minería es algo dopante, uno siempre tiene la esperanza de que en el metro siguiente va a conseguir lo que no ha conseguido”, asegura Tibaldo quien tras años en la actividad tiene hoy, al igual que muchos en el Chocó, un déficit que a veces parece imposible superar. Muchos han contraído deudas para equilibrar las pérdidas, pues en el negocio quien menos gana en el dueño de la mina, y también quien puede perderlo todo.

Las cuentas son así: el dueño del terreno se queda con el 20% de la producción semanal, pero corre con los gastos de los insumos, la comida, los impuestos, el transporte y la construcción del alojamiento dentro del campamento minero. Los trabajadores tienen un sueldo que oscila entre $800 mil y $1’500.000, de acuerdo con las tareas que realicen. Éstos también se reparten los restos de oro que quedan el cajón, que equivale a un 5% de la producción, y tienen además sus prestaciones sociales.

“A los mineros nos toca trabajar dentro de nuestras minas, así aseguramos un sueldo, a ver si subsistimos”, dice Tibaldo, quien cobra $100 mil la hora por operar maquinaria de su propia mina. Pero lo que más afecta al pequeño minero es la presión psicológica a la que se ven sometidos constantemente.

Además de soportar el clima inclemente de los campamentos en medio de la selva chocoana, una zona húmeda en la que fácilmente se contraen enfermedades, los trabajadores deben afrontar largas y extenuantes jornadas, deben enfrentarse a la persecución y amenaza del gobierno, que a través de la Fiscalía, la Policía y el Ejército amenazan constantemente con redadas en la zona, lo cual podría significar la cárcel para el minero e incluso la destrucción de su maquinaria.

Lo grave de dicha persecución es que se hace sin reglas claras. Un día la Policía puede retener los insumos que van para una mina, y al otro día los deja pasar. “Por eso hay momentos en que a uno le da más temor de los entes oficiales que de cualquier otra cosa”, confiesa Tibaldo, quien además debe enfrentarse a la amenaza constante de toparse con frentes de la guerrilla, paramilitares o delincuentes comunes, quienes cobran extorsiones que rondan los $3 millones, de acuerdo con las máquinas que posean. Y existe el riesgo del robo y el secuestro.

Este pequeño minero no desea para sus 6 hijas la suerte suya y de sus hermanos. Sabe que el oro es un buen negocio, pero es duro, no sólo por el desgaste físico que implica, sino también por la incertidumbre legal que actualmente atraviesa la pequeña minería. Sin embargo, Tibaldo mantiene la esperanza de llegar a un acuerdo con el Estado para formalizarse, y es por ello que ha puesto todos sus papeles en regla. “El Estado nunca nos preparó para este tipo de minería”, reclama el hombre.

 “Quien no sepa usar una batea, es un chocoano chiviado”

Alex Palacios nació hace 22 años en Itsmina, un municipio minero del interior del Chocó. Describe su primer contacto con el barequeo como algo normal, “como cuando a uno le compran el primer juguete”, dice. Desde que tuvo uso de razón la minería hace parte de su vida, y recuerda que lloraba cuando sus padres no lo llevan con ellos a trabajar en las minas.

Su madre y sus tías se levantaban a las 5 de la mañana para irse a barequear a un río cercano al pueblo, no sin antes dejarles preparado el desayuno a Alex y a sus dos hermanos. Mientras que su padre se ocupaba de los cultivos de plátano, ñame y papa china en una pequeña parcela que tenían en el patio trasero de la casa.

En la escuela Alex tuvo problemas porque no deseaba estar allí, quería ir con sus padres a trabajar. Recuerda que en la mañana iba a estudiar y en la tarde se dirigía con su batea y su pala hasta el lugar donde barequeaba su mamá. Era una actividad casi lúdica para él y los demás niños que la practicaban. Le cuesta describir la emoción que sintió la primera vez que encontró una pepa de oro en el fondo de la batea. Sin embargo su mejor recompensa llegaba al fin de la semana, cuando sus padres le entregaban el dinero que le correspondía por lo trabajado. “Eso era un gran aliciente para mí”, dice.

Con los años para Alex la minería dejó de ser una actividad lúdica y se convirtió en la fuente de sustento de su hogar, de su mujer y su hijo. Para él, como para los otros barequeros, las preocupaciones son constantes debido a que las ganancias a veces no alcanzas a cubrir sus necesidades básicas; es decir no alcanzan a sacar esos 6 granos de oro que necesitan para librar el día, sobre todo porque Itsmina es un pueblo con un alto costo de vida.

La minería artesanal que ahora se practica en el Chocó es el barequeo, como lo hace Alex, sin embrago, esta forma de trabajo ya poco se parece a la que sus padres le enseñaron. La masiva explotación en la zona provocó que el metal, especialmente el oro, que es el mejor pago, escasee en la superficie de la tierra, lo que llevó a que le barequero hoy sea un parásito del pequeño minero. Ahora los barequeros rodean los entables mineros esperando que, una vez la retroexcavadora remueva la tierra, el administrador de la mina les dé permiso de una hora para encontrar lo que puedan.

El voz a voz es el medio usual para saber a qué mina ir a barequear. “A uno le dicen en tal mina hay oro, entonces todos corremos para allá”, comenta Alex. En muchas ocasiones ha coincidido con más de 20 barequeros en una sola mina, sus vecinos o amigos algunos de ellos. Compiten por el oro, pero son solidarios entre sí, pues todos crecieron con esta práctica, llevan como corazón una batea.

Alex Palacios

La cuestión no es distinta para los dueños de los entables mineros. Casi que es una norma no escrita que aquellos que entren en los terrenos de la comunidad a explotar las tierras, deben permitir el barequero. “Ellos, los dueños de los entables, se portan bien con uno, e incluso adecúan mejor el terreno para sea menos peligroso trabajar”, dice Alex.

Si la mina está en medio de la selva, como es lo común, Alex compra algunos víveres y sábanas de plástico para hacer un pequeño rancho en las afueras del entable minero, donde todos los días espera que sean las 11 de la mañana, hora en que el administrador les da la autorización para bajar y buscar el oro con su batea.

Esa dependencia entre el dueño del entable y el barequero implica que sí a aquél le va bien, a éste también. Por eso a todos se les puso los pelos de punta al enterarse de las nuevas políticas del Gobierno Santos. Si la minería transnacional llega a monopolizar todos los terrenos y desplaza al pequeño empresario, la entrada para ellos estará negada, no habrá forma de barequear.

El problema es que en la mente de Alex no hay espacio para pensar en la posibilidad de trabajar en otro oficio. Sabe que para él, que ni siquiera terminó el bachillerato, es muy difícil encontrar un empleo. Además no sabe a qué otra cosa podría dedicarse. “Para qué me van a sentar a mí al lado de un computador si no sé qué hacer con eso”, admite.

Así que por ahora ve el futuro muy incierto. Sus aspiraciones se proyectan ahora en su pequeño hijo, aunque de una manera ambigua. Por un lado, desea enseñarle lo básico de las tradiciones mineras, pues el que no aprenda a coger una batea es chocoano chiviado, como se dice; pero por el otro lado no quiere que su hijo siga sus pasos, pues cada vez es más claro que la minería artesanal tiende a desaparecer.

 

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