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La nueva guerra

By octubre 10, 2011No Comments
La nueva guerra

Debate decisivo 

Hace diez años los profesores Paul Collier y Anke Hoeffer publicaron un artículo famoso y muy controvertido sobre las causas de las guerras civiles o los “conflictos armados internos” en distintas regiones del mundo. Examinaron 68 guerras que tuvieron lugar entre 1960 y 1999, y concluyeron que la “avaricia” (greed) es mucho más importante que el descontento (grievance) como motor del conflicto: la gente no pelea porque percibe injusticias sino ante todo por hacerse al control de la riqueza. Subrayo el “ante todo” porque los datos de Collier y Hoeffer confirman que hay algunos conflictos, digamos “sociales”, o que muchos poseen raíces, digamos “estructurales”, de manera que aquella conclusión no descarta de entrada la presencia o el peso de las reivindicaciones populares en el origen o en la evolución de una guerra civil específica. Para añadir alguna precisión en este punto, anotaré que en la literatura sobre guerras civiles hay una vieja y compleja discusión sobre el papel relativo de la pobreza o las carencias sociales (need), el de las identidades étnicas o religiosas de los grupos excluidos (grievance), el de las ideologías políticas (creed) y el de la lucha descarada de los rebeldes por hacerse al poder o la riqueza (greed). Entre las varias “escuelas” conceptuales -y entre las incontables “guerras civiles” que han ocurrido a lo largo de los siglos- hay por supuesto casos o estudios que encajan bien en una de estas cuatro categorías, pero en la mayoría de dichos conflictos se reconoce una mezcla de factores donde alguno o algunos parecen ser los principales. Y aquí arranca la polémica central que hace tiempo divide a nuestros “violentólogos”: si el conflicto colombiano tiene una causa única (el “terrorismo” o el “narcoterrorismo”, como sostienen Uribe y sus adláteres), o si se trata de un asunto complejo, con raíces y facetas diversas y cambiantes en sus distintas etapas a lo largo de más de cinco décadas y en las diversas regiones del país: esta segunda es la tesis de El Conflicto, Callejón con Salida que dirigí a comienzos del primer gobierno Uribe y de paso me costó la salida… de Semana). Este debate era -y creo yo que sigue siendo- el decisivo, porque si la enfermedad es simple su remedio es tan simple como dicen Uribe y sus adláteres, pero si el mal es complejo la solución es… algo más compleja -como decía, entre otros, El Callejón con Salida.

Conflictos y bonanzas

Pero vuelvo a la avaricia, que sin duda pesa mucho en la dinámica del conflicto o, por mejor decir, de los conflictos internos en Colombia. Unas veces para enriquecerse y otras veces para financiar la guerra (que no es lo mismo, ni da lo mismo) los actores armados han vivido y prosperado detrás de las bonanzas, y por eso no sorprende que “La Violencia” de mediados de siglo se hubiera concentrado en las regiones cafeteras, y que el conflicto se hubiera ido trasladando hacia las zonas petroleras en Santander o en Arauca, o hacia las esmeraldas en Boyacá, el banano en Urabá, la tierra valorizada del Magdalena Medio, el carbón en el Cesar, los secuestros donde quiera que haya ricos expuestos, las regalías en las zonas donde llegan, la coca en la Orinoquía o la amapola en el Cauca y en Nariño.

Es más: si uno sigue el argumento Collier-Hoeffer, resulta que los países que dependen casi completamente de un recurso natural (como es el caso, digamos, de Arabia Saudita) no suelen tener conflictos internos sino gobiernos fuertes que, por serlo, impiden que prospere la insurgencia. El conflicto se crece:

  • Cuando hay bonanzas pero el Estado no es lo suficientemente rico para asfixiar la insurgencia -como ocurre en Colombia;
  • Cuando hay partes del territorio donde el Estado no existe -como pasa en Colombia;
  • Cuando se viene de guerras o semi-guerras mal resueltas que dejaron heridas, hombres y armas por ahí regados y listos para engancharse en una nueva guerra- como en Colombia.

Este es nuestro karma: Una guerra civil a muchas bandas y con muchos actores que viene dando tumbos desde siempre o en todo caso desde hace medio siglo y que no logramos resolver precisamente porque viene a ser la suma y el revuelto y la destilación de muchas guerras que se cruzan.

Las simplificaciones

Por eso creo yo que este conflicto –estos conflictos– han durado tanto tiempo, y por eso no han funcionado o han funcionado a medias los intentos simplistas –o simplificadores– para ponerle coto:

-Ese fue el caso del Frente Nacional, que se pactó para ponerle fin a la violencia entre los dos partidos, y que sin duda nos trajo alguna paz. Pero “La Violencia” no era sólo partidista y quedaron “rescoldos” tan de bulto como la tenencia de la tierra o los conflictos de la colonización campesina, que mantendrían vivas a las guerrillas, entonces marginales, que a poco andar habrían de convertirse en las FARC.

-Ese también fue el caso de la Seguridad Democrática, que se montó para acabar el “narco-terrorismo” de las FARC y que sin duda logró golpearlas con dureza y reducir sensiblemente los secuestros, los homicidios o las “tomas” de pequeñas poblaciones. Pero el diagnóstico otra vez fue simplista porque ni todo el conflicto era “narco- terrorismo” ni las FARC eran el único actor de la violencia. Y nos quedamos con “rescoldos” tan protuberantes como la vieja -la eterna- cuestión de la tierra, esta vez agravada por la contra-reforma agraria de los paramilitares y la ola gigante de los desplazados.

El nuevo combustible

En esas circunstancias de, digamos FARC debilitadas, paramilitares blanqueados por el supuesto mecanismo de “Justicia y Paz”, BACRIM en expansión, narcos dispersos en mini-carteles y Ejército crecido pero no siempre respetuoso del derecho de guerra, nos cayó la bonanza minera y energética que hoy constituye la principal (y en efecto es la única) de las “locomotoras” que jalonan el crecimiento económico de Colombia.

No diré yo que la “bonanza” no sea buena, pero sí que aquel “karma” colombiano la está convirtiendo en nueva gasolina del conflicto interno –los conflictos internos– que traíamos. Por eso temo que estamos entrando en una nueva guerra o, por mejor decir, en la guerra renovada, re-editada y re-extendida al favor, al calor y a la luz de las nuevas riquezas mineras y energéticas.

Cinco conflictos que crecen

Como una mutación de la bacteria que se instala sobre los tejidos que le son vulnerables, la bonanza de ahora parece estar alimentando, diría yo que cinco tipos principales de violencia que se dan o se mezclan en las regiones productoras:

-Hay la más obvia de la explotación directa o sea, de los actores armados que se dedican de manera creciente a explotar la minería (o tal vez mejor dicho, a explotar los mineros) porque el oro es mucho más rentable que el tráfico de drogas, porque es legal y sirve para lavar activos, o porque se han encontrado yacimientos de coltán y hasta quizás de uranio en la Orinoquia. Sin ir más lejos, el presidente Santos un día denunció a las BACRIM que están parasitando la minería de Córdoba y otro día a las FARC que hacen lo mismo con las minas del Huila, mientras en el Tolima se decomisan “45 retroexcavadoras, 5 tractores y 30 motobombas” que en apariencia son de las guerrillas y en Guainía hay una fiebre y muertos por cuenta del “nuevo maná, el oro azul, el coltán”, el mineral que hoy devoran los productos electrónicos. -Hay la del desalojo de los pequeños mineros del oro o el carbón – artesanales, “informales”, o ilegales- que desde siempre han malvivido de los ríos o los suelos en más de 400 municipios de Colombia y que, ahora que los precios subieron, están siendo expulsados manu militari y a veces por acción de los gobiernos locales que por fin se acordaron de hacer cumplir las normas del Código de Minas. Por ejemplo el alcalde de Suárez, en el Cauca, ordenó el desalojo de los mini-mineros, tal vez para darle el campo a una “empresa extranjera” que el periodista no nombra, y en todo caso agudizó el conflicto que sufre la región, mientras en otras publicaciones se habla de operativos policiales contra pequeños mineros en Mariquita, Yolombó o Ayapel.

Hay la de mega proyectos ubicados en territorios étnicos que no sólo amenazan el ambiente sino el modo de vida y los derechos de las comunidades, ya de por sí sujetas a la agresión de los viejos actores armados. Los habitantes del Alto Atrato, por ejemplo, recibieron 73 mil hectáreas del gobierno, 55 mil de las cuales ya estaban adjudicadas a una multinacional que operará en terrenos “sagrados” de los emberas, mientras El Espectador informa que “el gran puente natural entre las selvas del río Caquetá y las del Rionegro, en el sur del país, está amenazado por los intereses de la multinacional aurífera canadiense Cosigo Resources”.

-Hay la de nuevos hallazgos petroleros o de los pozos en zonas “recuperadas” por el gobierno Uribe, donde se están repitiendo las migraciones y las subcontrataciones para saltarse el derecho laboral y las “acciones populares” de las guerrillas que ayer se dieron en Santander o en Arauca. Las protestas que hace unos días paralizaron la producción de la Pacific Rubiales en Puerto Gaitán y la de Petrominerales en Barranca de Upía son dos muestras patentes de este reinvento. -Y hay la modalidad de autodefensa, las compañías de seguridad privada, o la cooptación de la policía local, o el pago de vacunas a los grupos armados ilegales, o la creación de cuerpos paramilitares que las empresas mineras o energéticas requieren para llevar a cabo sus actividades. Aunque la información o las pruebas al respecto no abundan, en la memoria está el famoso episodio de la Mannesmann y más frescos están los incidentes o las denuncias en contra de Chiquita Brands, de la Drummond o del Puerto Minero de Palermo en Barranquilla .  

Maldición del rico

Tener recursos naturales es una bendición, y una bonanza puede ser la plataforma de despegue económico y social para el país que la sepa administrar (Noruega y Australia son ejemplos de buena minería). Pero también existe “la maldición de los recursos”, las bonanzas minero-exportadoras que destruyen el ambiente, arrasan con la industria, acaban los empleos, concentran la riqueza y aumentan la corrupción.

Algo de todo eso está ocurriendo en Colombia, y de por sí sería motivo suficiente para pensar en serio el hasta dónde y el cómo debe seguir andando la gran locomotora.

Y si ello no bastara, pensemos por lo menos en la nueva guerra que puede estar a la vuelta de la esquina: ahí están, para quien quiera verlas, las evidencias de un “conflicto armado interno” que está haciendo metástasis y que puede reavivarse por la vía de la explotación directa, la de los desalojos, la de los mega-proyectos, la de los nuevos pozos petroleros y la de las autodefensas revividas.

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Tomado de Razonpublica.com

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