Cada año, a mediados de septiembre, la Diócesis de Tumaco conmemora la Semana por la Paz. En su origen, esta celebración coincidía con el Día Nacional de los Derechos Humanos, el 9 de septiembre. Pero desde hace unos seis años, la fecha que recuerda esta suerte de segunda semana mayor es el 19 de septiembre de 2001, cuando asesinaron en el centro del municipio a la hermana Yolanda Cerón, defensora de derechos humanos.
Entre las misas, foros y manifestaciones artísticas de la conmemoración, probablemente el acto que más esperan los habitantes es la puesta en escena del Teatro por la Paz. Conformado por un grupo de jóvenes actores naturales, este teatro se ha granjeado el respeto y la admiración en la comunidad tumaqueña, al dramatizar historias cotidianas con un trasfondo político.
Surgió en 2009, luego de que en la Semana por la Paz de 2008 se presentara un grupo de teatro de Quibdó, Chocó, con una obra llamada La Madre, en homenaje a la hermana Cerón. Tras la presentación, el obispo de Tumaco Gustavo Girón Higuita pensó que dada la violencia que estaba padeciendo el municipio y el silencio temeroso que gobernaba a sus habitantes, el teatro podría servir para el desahogo.
Por instrucciones del obispo, la Diócesis emprendió la tarea de poner a rodar lo necesario para crear un grupo de jóvenes dedicados a este tipo de presentaciones. Siguiendo el mecanismo de la compañía de Quibdó, la Diócesis gestionó con el Servicio Civil por la Paz del gobierno alemán la llegada de una instructora y motivadora del proyecto. Se trató de Norma Rivera, teatrera mitad nicaragüense, mitad alemana, con larga trayectoria profesional.
“Empezamos convocando a los grupos juveniles en los barrios –recuerda Norma–. Grupos que ya estuvieran constituidos para que no tuviesen problemas con los ensayos y pudieran acceder a una parroquia cercana”. Al llamado acudieron adolescentes que ya tenían inclinación por las artes escénicas, pero también algunos que nunca en su vida se habían imaginado convertirse en actores de teatro. “Nunca se me pasó por la cabeza actuar –dice Alicia Cuero, de 22 años-. Me vinculé con el proyecto para apoyarlo en lo logístico, pero Norma comenzó a tentarme con la actuación hasta que lo intenté, fui controlando mis miedos a que la gente se burlara de mí y ya hoy llevo varios años actuando”.
Por los días iniciales del proyecto, la violencia del conflicto armado en el casco urbano de Tumaco y en las zonas rurales era brutal: tras la desmovilización paramilitar, la guerrilla de las Farc entró en disputa con las bandas emergentes por las rutas de la droga desde las veredas selváticas del municipio hasta las playas del sur de Nariño. En esa guerra se cometieron masacres, asesinatos selectivos y desplazamientos forzados.
Norma, paciente, empezó a ir de casa en casa a convencer a los padres de los adolescentes para que los dejaran participar en el proyecto y, luego, para que los dejaran asistir a las presentaciones. Sobre todo, porque las obras que montaban revelaban los ángulos más humanos de las víctimas de la violencia y siempre dejaban una denuncia de culpabilidad e impunidad. “Nuestro teatro sigue la corriente del ‘Teatro del oprimido’, de Augusto Boal –explica Deibi Ortiz, actor, 23 años–. Son obras colectivas que se arman sobre la experiencia de vida de cada actor. Es un teatro fundamentado en la expresión corporal, más que en los libretos. Y no hablamos paja: son obras que reviven los problemas de Tumaco, historias que el público reconoce y requiere ver: desapariciones forzadas, reclutamiento, violaciones”.
Una vez montadas las obras, el escenario adecuado para presentarlas fueron las parroquias. Por instrucción del obispo, cada sacerdote responsable de una de ellas debió recibir al Teatro por la paz y permitirle presentar la obra en la segunda mitad de la misa, como reemplazo de la homilía. “A una marcha de protesta –explica Norma Rivera–, casi no iban los tumaqueños; les daba miedo. En cambio, no faltaban a la misa. Al escoger este escenario y este momento para presentar las obras tuvimos en cuenta ambas cosas: que la gente recibiera el mensaje y que los actores se sintieran más seguros”.
En las primeras presentaciones, muchos de los feligreses que abarrotaban las parroquias salían apenas entendían de qué iba la obra. “Tenían tanto miedo –añade Norma– que consideraban un riesgo presenciar una obra de arte que fuera una denuncia. Si una parroquia tenía 300 personas en la misa, para nuestra presentación sólo se quedaban unas 50”. Poco a poco, a fuerza de calidad narrativa y capacidad expresiva, el Teatro por la Paz fue conquistando a la audiencia. “Muchas de las personas que estaban en la misa, cuando nos veían en escena, se preguntaban: ‘¿Estos muchachos tan jóvenes y tan valientes hablando en público de estos temas? Y seguramente otros se decían: ‘Y nosotros tan callados’”, dice Alicia Cuero.
Hasta que llegó el momento en que sucedió exactamente lo contrario: justo en el instante en que la obra fue a comenzar, más gente llegó a la parroquia. “Ahora a una de nuestras presentaciones en la catedral de Tumaco –dice Norma– van más de 1.000 personas y no caben en la iglesia”.
Auria Sánchez, de 20 años, actriz, no olvida los segundos en que, subida en el escenario, ha visto llorar a muchos de los asistentes. “Son personas que recuerdan la historia que cuenta la obra, gente que la sufrió, parientes de la víctima o amigos. Hoy estamos seguros de que la gente de Tumaco ha reaccionado luego de habernos visto en escena”.
Uno de los aportes del Teatro del oprimido es que motiva a la comunidad a resistir pacíficamente y a no ser pasiva ante el conflicto social. “Los jóvenes no sólo somos el futuro –afirma Auria–, también somos el presente. Y con este teatro estamos resistiendo contra la violencia, estamos evitando acostumbrarnos a ella, estamos tomando la voz de las personas que no tienen voz”.
El Teatro por la paz de Tumaco está constituido por tres grupos: el grupo juvenil teatro Araña, del barrio Nuevo Milenio y el grupo juvenil teatro Cienpiés, del barrio La Florida, ambos integrados por jóvenes entre 14 y los 23 años; y el grupo de mujeres teatro Tumatai, en La Florida, que solo tiene actrices entre 19 y 62 años.
Las obras tienen una duración de 30 a 45 minutos. Entre las que más aprecia la gente y los mismos actores están Mi otro yo (2011), un homenaje a la hermana Cerón y a las víctimas de la violencia y a sus familias. Otra es La gran comarca de la Tonga (2012), que trata de los valores ancestrales de la comunidad de la costa Pacífica colombiana y la fortaleza de la sociedad en la unión de las personas. La más reciente se titula El olvido está lleno de memoria (2013) y es la dramatización en torno al ritual del Chigualo, ceremonia de acompañamiento a una familia cuando uno de sus hijos ha muerto sin haber perdido la inocencia de la niñez.
Las presentaciones se realizan en el marco de la Semana por la Paz; sin embargo, esta iniciativa ha tenido tanta acogida que a lo largo del año los tres grupos fueron invitados a presentarse en otras regiones de Colombia.
Ninguno de sus miembros, ni Norma Rivera, han sido objeto de amenazas de muerte. La Diócesis, sí. Los Rastrojos acusaron a la curia de estar realizando un “trabajo subversivo y de lavarle la conciencia al pueblo de Tumaco”.
Algunos espectadores les han preguntado a los jóvenes actores por qué no se dedican a otro tipo de teatro, a la comedia, a los clásicos de Shakespeare. “Y todos hemos respondido lo mismo –dice Derbi–: no podemos, estamos en una situación muy crítica y este teatro es nuestra forma de ayudar a superar este momento”. A esa respuesta, Norma agrega: “No actuamos comedias ni clásicos porque otras personas lo hacen. Ya hay mucha gente en eso. En cambio, nadie más hace nuestro teatro”.