Orlando Pantoja / Secretaría ejecutiva CIVP / Guapi, Cauca
El 29 de agosto el prestigioso periódico londinense The Economist publicó una nota en inglés sobre el Pacífico colombiano. El artículo titulado «Una tierra de nadie: ¿Por qué la costa pacífica colombiana es tan pobre?» plantea un diagnóstico medianamente certero de los índices de pobreza y abandono de la región: señala que más del 60% de la población del Chocó es pobre y que dos terceras partes de los habitantes de Buenaventura viven en la miseria. Pero aunque las cifras no mienten, la interpretación de las causas puede ser muy diversa, incluso contradictoria.
Los autores del artículo ubican las causas de la pobreza en las claves típicas del desarrollismo: Colombia prefirió desarrollar el comercio con Europa y Estados Unidos privilegiando los puertos del Caribe, olvidándose del litoral Pacífico, donde nunca llegaron inversiones ni grandes proyectos. Después, señalan que la ley 70 de 1993, que establece la propiedad colectiva de las tierras del Pacífico para las comunidades negras, ha sido un impedimento para que las grandes empresas y multinacionales puedan realizar proyectos en la región. Según los autores, la propiedad colectiva de las tierras «mantiene a la región en el atraso». El razonamiento es demasiado fácil: como no llega la inversión privada, no hay progreso. Como no hay progreso, no hay riqueza. Como no hay riqueza, los negros y los indígenas del litoral están condenados a seguir viviendo en las peores condiciones.
Pero este razonamiento tiene una trampa en su argumentación, porque plantea que el único modelo válido es el del capitalismo neoliberal, dependiente de las grandes inversiones que crean empleo asalariado para poder generar desarrollo. Según los redactores de The Economist no hay otros sistemas, no hay otros modelos posibles.
El Pacífico no es pobre por la propiedad colectiva, sino por la marginalidad histórica: sus habitantes vienen de un largo proceso de colonialismo y esclavización que ha durado cinco siglos. Es cierto que Colombia ha vivido de espaldas a sus costas, y sobre todo, de espaldas al Pacífico, un territorio de negros e indígenas, ciudadanos de tercera categoría cuyo relato no ha sido incluido en el relato nacional. Ese fenómeno se llama racismo estructural y no es un invento de cuatro o cinco líderes resentidos: las prioridades del Estado colombiano pasan por invertir millonadas en ampliar dos o tres calles bogotanas mientras el Chocó lleva medio siglo esperando que terminen de pavimentar las dos precarias carreteras que lo comunican con el resto del país. Un gobierno anterior regaló a los terratenientes de varias familias poderosas cientos de miles de millones de pesos en subsidios (¿alguien recuerda Agroingreso Seguro?) pero nunca tuvo como prioridad, por ejemplo, crear un sistema de interconexión eléctrica para los pueblos y ciudades del litoral. Cuando en Guapi o Barbacoas o Bahía Solano se va la luz -y se va con mucha frecuencia- el problema no es de voltios, sino de racismo.
Al Pacífico nadie le ha respetado la lógica de su visión y su concepción propia de desarrollo, que está acorde con el buen vivir. Nosotros no nos oponemos al desarrollo, y de hecho, hemos tenido un desarrollo endógeno, acorde con la naturaleza, con los recursos del medio. Pero nunca hemos podido encajar con este sistema que nos invisibiliza y además nos golpea y de manera brutal actúa en contravía con la visión de los grupos étnicos.
La ley 70 es una fortaleza de las comunidades negras del Pacífico para poder seguir existiendo. Fue esa ley la que permitió conservar nuestros territorios tal como han sido históricamente desarrollados y trabajados acorde con la lógica de las comunidades. Además, fue un soporte fundamental para que no se arrasara con los recursos naturales, gracias a ella hoy Colombia puede decir al mundo que existe un segundo pulmón del planeta después de la Amazonía, donde están principalmente los grupos étnicos: los indígenas y los afrocolombianos. Antes de la ley 70 cualquiera llegaba a las selvas del río Calima o del Bajo Atrato, a los ríos de Tumaco o al Baudó, y saqueaba a sus anchas como le daba la gana, pues la ley segunda de 1959 decretó que el Pacífico era una reserva forestal, donde el Estado entregaba concesiones y permisos de explotación maderera o minera sin consultar jamás a las comunidades que vivían en estos territorios.
Por eso este artículo perverso publicado en uno de los periódicos más famosos del planeta está en sintonía con el mundo capitalista y occidental que concibe la riqueza de unos cuantos a costa de la pobreza de las mayorías y el arrasamiento de la naturaleza. En el Pacífico no necesitamos ese desarrollo que proponen los grandes capitales y las multinacionales. Ya lo conocimos muy bien en el puerto de Buenaventura, donde la riqueza pasa por encima de la gente dejando masacres, víctimas, casas de pique y desplazamientos masivos. Siempre nos han impuesto modelos extranjeros. Nos han impuesto la coca con su guerra, la gran minería devastadora, los monocultivos que arrasan la selva. Nos han impuesto la violencia de los puertos sin gente.
¿Quién es el culpable de la pobreza del Pacífico? Sin duda, no somos nosotros, que hemos reclamado la autonomía y la posibilidad de encontrar un modelo propio, un modelo que debe ser respetado.