Cinco días antes, en Montelíbano, Córdoba, habían masacrado a cuatro personas en una cancha de fútbol. Los asesinos se perdieron en la “oscuridad de la selva”, informaron las autoridades. El sábado 26 de junio otras ocho personas fueron masacradas en la isla Medellín, cerca de San Pablo, Bolívar. Aguas abajo, la ley declaró que habían encontrado flotando tres cadáveres, pero que no eran los de San Pablo. En marzo, 16 personas cayeron asesinadas en Puerto Libertador. En Suárez, Cauca, el 7 de abril acribillaron a ocho mineros. La explicación es siempre la misma: vendetta entre narcotraficantes o entre bandas emergentes o entre éstas y las guerrillas o entre las guerrillas y las guerrillas por el control de “corredores estratégicos”. La tragedia se repite y se repite. Bastaría poner en un buscador de internet masacre y agregarle un municipio y salen, como de la profundidad de los tiempos, la fecha y el número de víctimas. Después, la oscuridad vuelve a reinar. El gobierno baja la persiana.
El país no puede cerrar los ojos. Los datos que publican los medios son escalofriantes si se leen uno a uno y se ligan unos con otros. El hilo de sangre que los vincula contradice las verdades fabricadas por el Ejecutivo y desmentidas por Medicina Legal. En Medellín ya no reciben más muertos en la morgue. No caben. Como algún día pasó en el cementerio de Apartadó: los dolientes tenían que seguir cargando su muerto sin saber qué hacer con él. Los párrocos de muchos pueblos sin nombre saben que así es. No se puede seguir tapando el sol con cifras oficiales. La gran mayoría de los paramilitares que se tomaron la foto con el esfumado Luis Carlos Restrepo volvieron a las andadas tan pronto dejaron de pagarles el favor. En las zonas donde actuaron no necesitan hoy brazaletes ni uniformes y casi ni armas largas. La gente los conoce, les teme y les paga impuesto. No están judicializados, que es como decir “nada deben”. Pero tienen que comer, vestirse, alimentar familia y rumbear. Encuentran oficio sobre todo aquellos que tienen la suerte de que en su jurisdicción se va a explotar una mina o explorar bloques petroleros, o construir una carretera o un puerto. El negocio es tácito. No necesita de autorizaciones. Y además saben por experiencia propia que nada pasa, como se puede comprobar. El Gobierno encontró la manera de venderle a la opinión pública la reactivación del fenómeno: ya no son paramilitares. Ahora han sido bautizados con la sigla Bacrim, o sea: Bandas Criminales Emergentes. El afijo era muy indicativo. Ahora, en la nueva sigla se diluye toda condición y amparo. Pero la sangre sigue corriendo y terminará empapando la imagen que los publicistas del régimen han construido para llamar a los especuladores del carbón, del oro, del estaño, del agua.
* * *
El presidente electo acaba de nombrar a la señorita Sandra Bessudo ministra de Medio Ambiente, un gran triunfo de su padre, Jean Claude, emprendedor empresario, aficionado a cocteles, ágapes y genuflexiones, pero ante todo gran contratista del Gobierno que le ha concesionado los parques nacionales de Amacayacu, Nevados, Tayrona, Ensenada de Utría y Gorgona. Goza además del privilegio de tener —o de haber tenido— una tienda de pasajes aéreos en zaguanes de oficinas públicas. Con el nombramiento de Sandra Bessudo es presumible que los parques de La Macarena, El Tuparro, Estoraques, para nombrar sólo los más codiciados por su padre desde hace años, entrarán en idéntico régimen. ¿Habrá alguna incompatibilidad legal, doctor Navas Talero?
Tomado de El Espectador.com