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La amenazaron, persiguieron, hostigaron. Y ella denunciaba, pero las autoridades poco o ningún caso hicieron. De nuevo: aquí se protege al verdugo, no a la víctima. Ana Fabricia convocaba a los otros a no callar, a defender sus derechos en el país donde los derechos humanos se vulneran cada día. Al liderar movimientos de víctimas, de desplazados, de desterrados, andaba por la cuerda floja, en una ciudad que, como dijo una vecina suya, «quiere tapar la realidad con estadísticas».
La semana pasada, al aprobarse la Ley de Víctimas, que en rigor parece redactada en buena parte por los victimarios, el crimen de Ana Fabricia se tornó en reto para la misma ley. Una perturbadora caricatura de Osuna retrata la situación: «Fabricia Córdoba: nueva primera víctima». Los últimos meses, Ana Fabricia vivía de pieza en pieza, de hotel en hotel, intentando protegerse de los asesinos. Denunció la persecución. No le pararon bolas ni en procuraduría, ni en fiscalía, ni en la alcaldía. Los sicarios la «cazaron» en un bus.
A cuántas Anas Fabricias siguen matando en Colombia, un país sin verdad ni reparación. Sin justicia social. Y lleno de victimarios que se ríen de sus «pilatunas» y gozan de cabal impunidad.