Con esta reforma se introduce un supraprincipio constitucional, al cual debe sujetarse toda la actividad de los órganos y las autoridades públicas, pero aún más, los derechos y las garantías que debe otorgar el Estado para su ejercicio, en adelante estarán totalmente sometidas y condicionadas por este principio, cambiándose radicalmente la concepción y la fórmula política del Estado Social de Derecho, iniciativa presentada por el anterior gobierno, pero que contó con todo el apoyo del equipo económico del nuevo gobierno y del mismo presidente de la República.
Por mandato de la Constitución de 1991 el Estado debe intervenir en la economía para conseguir el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y la preservación de un ambiente sano, cuidando en particular que a los habitantes con menores ingresos se les garantice el acceso a los bienes y servicios básicos, sin referencia a la ecuación fiscal y financiera del Estado. Esto implica que el Estado tiene frente a la sociedad y en especial, frente a los habitantes de menores ingresos, la obligación de garantizarles los derechos Económicos Sociales y Culturales, los que son verdaderos derechos sin mediación de sostenibilidad fiscal alguna. Con la nueva fórmula, estos derechos dejan de ser derechos, pues se subyugan al marco de sostenibilidad fiscal, se incluye el criterio de progresividad y se establece que la sostenibilidad fiscal es un principio que debe orientar a las Ramas y Órganos del Poder Público, dentro de sus competencias, en un marco de colaboración armónica.
Con esta propuesta, por la puerta de atrás y sin mayores costos políticos, se desmonta el Estado Social de Derecho y se consolida el Estado Neoliberal. Por allá perdido en la parte final de la Constitución, se establece el principio de la sostenibilidad fiscal que arrasa con la fórmula política de la Constitución del 91 y ya las autoridades no se instituirán para proteger a todas las personas en sus derechos y libertades, sino que antes deben procurar el logro y cumplimiento del súper-principio de la sostenibilidad fiscal.
Insisto en que se puede ir cantando el réquiem por la carta de derechos, por las bondades institucionales del Estado Social de Derecho y por las acciones que teníamos los ciudadanos para hacer valer nuestros derechos. En adelante, cualquier demanda de derechos se despachará negativamente con el simple argumento que atenta contra la sostenibilidad fiscal, la que se pone por encima de los derechos y obliga a que todos los poderes públicos y órganos del Estado, actúen en el ejercicio de sus funciones conforme a la fórmula de sostenibilidad fiscal.
Lo paradójico es que esta reforma se presentó como el “derecho a la sostenibilidad fiscal” para el logro de los principios del Estado Social de Derecho, cuestión que no podría ser más contradictoria, pues lo que se busca es precisamente todo lo contrario. En adelante, los jueces no podrán amparar derechos por el simple hecho que atentarían contra la sostenibilidad fiscal y temas como la salud, las pensiones, los desplazados, los indígenas y todos los derechos cuyo amparo implique la destinación de recursos serán impensables.
No cabe duda que se alcanza por esta vía una extraordinaria limitación a la acción de tutela y a las demás acciones judiciales con que contaban los ciudadanos para hacer valer sus derechos, pues se quita a los jueces y sobre todo a la Corte Constitucional, su función de garante de los derechos fundamentales. Por esta vía y casi de manera subrepticia, se cambia de tajo la concepción garantista y de derechos que informa la Constitución de 1991.
Es que Estado Social de Derecho responde a una lógica de los derechos, con mecanismos y jueces para hacerlos valer donde quiera se encuentren vulnerados. Con la nueva fórmula, se impone una lógica economicista y se limitan en materia grave las acciones ciudadanas y las funciones de los jueces para garantizar esos derechos. En adelante los jueces no podrán garantizar derechos, sino que tendrán que defender el derecho del Estado a su sostenibilidad fiscal. El Gobierno si acaso garantizará derechos hasta donde le alcancen las finanzas y liberará los recursos para la atención de la deuda y para el sector de seguridad y defensa. Para eso es la regla fiscal.
En fin, si en el Estado Social de Derecho, el derecho de un ciudadano debe poder contra el poder de todo el Estado, en la nueva fórmula fiscalista, los derechos de toda la sociedad no podrán contra el mandato superior de la sostenibilidad fiscal. Es que se llega al extremo de que un juez o tribunal previo a su decisión, debe consultar con el gobierno el impacto fiscal que su sentencia pueda tener, de donde se colige claramente que cuando el gobierno dice que los derechos fundamentales no se afectan, esto es totalmente contrario a los hechos, son afirmaciones contra evidentes y es un sedante para la galería, pues en el mejor de los casos, las sentencias de los jueces de tutela no tendrán ningún poder vinculante y los ciudadanos tendrán su sentencia favorable pero nunca la garantía efectiva de sus derechos.
Podría pensarse que aún con esta reforma los derechos fundamentales siguen prevaleciendo y que en todo caso la sostenibilidad fiscal no puede pasar por encima de la carta de derechos, por lo que en el debate judicial y en las sentencias de los jueces este principio no podría imponerse. Imagino que habrá jueces y tribunales que así piensen y así decidan sus sentencias, empero la inclusión de este principio en la Constitución inaugurará un nuevo marco interpretativo para los derechos y una reformulación de las líneas jurisprudenciales que se habían consolidado.
Nuevamente quedamos en manos de la Corte Constitucional para que sea ella la que proteja lo que en el proceso político no podemos. Otra vez la oposición y las fuerzas sociales librarán una batalla jurídica, que debería ser política, para que no se desmonte la fórmula política del Estado Social de Derecho. Razones jurídicas hay de entrada para considerar la inconstitucionalidad de esta reforma, tales como que se sustituye la constitución y la naturaleza del régimen político, se viola el principio de consecutividad y en fin, siempre se encontrarán vicios de trámite para declarar su inexequibilidad.
Con todo, cabe preguntarse hasta cuándo la sociedad colombiana y en especial el pueblo colombiano seguirá votando contra sus derechos y abdicando de los mismos. Cuándo se alcanzará conciencia del poder ciudadano, de la capacidad de ejercer control político e identificar los genuinos intereses de todos para conformar un Congreso respetable, honesto y comprometido con el futuro del país, cuyos integrantes piensen más allá de sus propias vanidades, fundamentalismos y conveniencias inmediatas.
Claro que se espera que la Corte Constitucional cumpla sus funciones y declare la inconstitucionalidad de esta reforma, pero es hora de asumir responsabilidades políticas y resolver en el proceso político y en la participación democrática estos temas. No se puede seguir esperando que la jurisdicción constitucional preserve lo que la incapacidad colectiva no alcanza. La acción de los jueces tiene claros límites y en ningún caso pueden sustituir la acción política y la participación democrática de los ciudadanos. El activismo judicial cuando es progresista conviene a los derechos, pero, y ¿qué haremos cuando ese activismo sea retardatario y fundamentalista? Por esta vía se fortalecerá un paternalismo inocuo, se cultivará la ignorancia y la indiferencia política y se agotará la democracia como ámbito de la discusión y dilucidación de lo público.
En aras de esa responsabilidad política que se reclama, lo menos que deberíamos cumplir es hacerle saber a los que elegimos que no estamos de acuerdo con esta reforma, que vamos a defender nuestros derechos y que nunca más volveremos a votar por ellos. Escríbale una nota a ese Senador y a ese Representante que acaba de aprobar esa limitación tan fuerte a nuestros derechos, en la que le informe que lo ha identificado y que sabe de su traición. Pero lo más importante, no lo vuelva a elegir.