Aquel día de jolgorio terminó en llanto. Fue en el corregimiento de Sidón, municipio de Cumbitara, a siete horas de Pasto. Los campesinos celebraban las fiestas veredales. Algunos conversaban animadamente, otros escuchaban la música y unos más jugaban fútbol. Por las aguas del río Patía llegaron silenciosos unos treinta hombres de la banda de Los Rastrojos. Avanzaron por entre el caudal que cruza el imponente macizo y solo fueron avistados en el último recodo en Pesquería, una vereda de humildes casas de concreto y madera. Hacía calor. Era el mediodía del pasado lunes 12 de septiembre.
Cuando menos pensaron, estaban rodeados de intrusos con fusiles. Los Rastrojos llegaron preguntando por los colaboradores de las Farc en el lugar. El silencio era sobrecogedor. «Pensamos que eran los del Ejército porque tenían parches del Batallón Boyacá. Nos reunieron a todos y preguntaron por un tal Panadero, y como nadie dijo nada comenzaron a volverse como locos. Se pusieron a tomar cerveza y a fumar bazuco. Robaron lo que había en las tienditas, quitaron plata, celulares, cédulas. Ahí fue cuando cogieron a Daniel García (19 años). Le dijeron que era un guerrillero. Con tubos gruesos de lanzagranadas lo mataron a golpes. Su cuerpo fue decapitado y descuartizado delante de todos. Fue horrible», recuerda un testigo.
De la misma forma mataron a Harrison Palacio, de 32 años. Hundieron los cuerpos de ambos en el Patía, pero dos días después emergieron. En la retirada llevaron 13 personas secuestradas rumbo a Sánchez, otra vereda de Cumbitara. A tres trabajadoras sexuales (Lorena, Camila y Juliana), que iban como rehenes, las mataron horas después. La noticia se supo el martes, cuando la Defensoría del Pueblo denunció el caso, pero solo el jueves siguiente 250 hombres de la Brigada Móvil 19 y del Batallón Boyacá del Ejército llegaron hasta el lugar para controlar la zona. Los secuestrados fueron liberados el viernes siguiente en medio de la rabia de los pobladores.
En Nariño han ocurrido cuatro masacres como esta durante este año, hay denuncias por la desaparición de 220 personas y han sido encontrados 14 cuerpos desmembrados. Pero las comunidades del Patía dicen que pueden ser muchísimos más. Esta barbarie es la consecuencia más visible de la guerra a muerte que en esta región están librando Los Rastrojos contra las Farc para controlar una zona en la que se produce el 25 por ciento de toda la coca del país, además de competir a muerte por las rutas del Pacífico para sacar la droga y de pelearse por las rentas que genera la minería ilegal del oro. A pesar de esto, las noticias se han enfocado en las mafias de Tumaco y Buenaventura. SEMANA escuchó los escalofriantes relatos que no dejan duda de que, por lo menos en esta parte de Colombia, se está reeditando un capítulo de la violencia que parecía superado.
El pasado 21 de marzo, Los Rastrojos ya habían realizado una incursión en el corregimiento de Sidón. Ese día, castigaron a una indígena de 17 años porque se peleó con otra mujer. La pusieron a caminar desnuda en la calle y la hicieron comer estiércol de mula, antes de obligarla a beber fresco Royal con sal. El caso se supo en Pasto y uno de los jefes del grupo, conocido como el Cholo (capturado hace pocos meses), reunió a la gente de la población a los ocho días para amenazarlos y castigarlos «por sapos». Bajo el sol y la lluvia, desde la tarde hasta la madrugada, los insultó, y como nadie delató al que había denunciado el caso, mató a la joven indígena delante de todos. Hoy su cuerpo está enterrado como NN en el lugar. Nadie lo ha reclamado.
El 18 de julio, un hombre que se atrevió a protestar por los abusos de Los Rastrojos en Santa Rosa de Cumbitara fue obligado a llenar con piedras sus botas y a caminar así hasta una finca donde le ordenaron rozar potreros con un machete sin filo durante una semana y con solo una comida al día. Después, lo forzaron a que les pidiera perdón de rodillas, no sin antes darle una golpiza que lo dejó bastante herido. A los vecinos les prohibieron ayudarle. Por la época, en el mismo lugar, obligaron a una profesora a barrer las calles con un letrero humillante en su espalda, supuestamente porque había cometido una falta grave.
Y los habitantes del municipio de Magüí enviaron una carta a las autoridades hace tres semanas: «En la semana del 5 al 11 de los cursantes (septiembre), bajaron por el río Patía más de cinco cuerpos humanos decapitados, torturados, sin cabeza, que se encuentran flotando por pedazos a lo largo de nuestro río». Pobladores de la región le contaron a SEMANA que las personas que viven en las riberas empujan con palos de guadua los cuerpos, pues si los encuentran recogiendo los restos, puede pasar lo peor.
La mayoría de los actos violentos están sucediendo en poblaciones a las que solo se puede acceder por río o por vías en pésimo estado. «Todo está ocurriendo en el centro de gravedad del conflicto, en las zonas donde terminan las vías. La gente me dice que se siente esclavizada, que tiene que pedir permiso para todo», dice el gobernador de Nariño, Antonio Navarro. «Hay 21 municipios en riesgo por diferentes amenazas y de esto se ha alertado a las autoridades para que actúen de manera preventiva», dice el defensor del Pueblo, Vólmar Pérez.
No obstante, muchos pobladores son escépticos de que las autoridades hagan algo. «Aquí a cada rato vienen los militares y les espantan los guerrilleros a los paras que llegan para hacer lo que se les da la gana», dice un viejo poblador de la zona, convencido de que así como en el pasado muchos miembros de la fuerza pública protegieron a los paramilitares del Bloque Libertadores del Sur, hoy están aliados con Los Rastrojos.
Interrogado sobre este tema, el general Jorge Eliécer Pinto, comandante de la Brigada 23, dice que las acusaciones se deben a la guerra jurídica de los grupos irregulares en su empeño por desprestigiar la institución. «Aquí hemos dado resultados tanto con las Farc como con las bandas criminales», dice el militar. Sin embargo, es evidente que la Operación Troya, que adelantan las Fuerzas Militares en el suroccidente del país para desvertebrar a las llamadas bacrim, no ha podido con la crueldad que están sembrando estos nuevos paramilitares en otras veredas remotas de Nariño.
Los relatos de dolor de estas personas son como un grito en el desierto. A ellos no les importa si Los Rastrojos son bacrim, paramilitares, neoparamilitares o narcotraficantes. Solo saben que en cualquier momento volverán con sus armas y seguirán matando. Se llevarán a sus mujeres y tal vez las violarán. Temen desde ya por la próxima matanza. Y apenas con un resquicio de optimismo, esperan que el Estado detenga la ofensiva de Los Rastrojos contra la población civil y que les dé la protección que como colombianos se merecen.