Los campesinos irlandeses que migraron a EE.UU. la llevaron consigo. La fiesta se fue popularizando poco a poco, al ritmo y la medida en que los irlandeses llegaban a escapar de las hambrunas. En México, sin nada que ver con la anterior, la Fiesta de los Muertos se celebra un día después: el 1 de noviembre. Los muertos vuelven a la tierra a cantar, a bailar, a comer. El país se llena de calaveras y de guirnaldas de papel. La migración mexicana a EE.UU. la volvió en los estados limítrofes una fiesta popular. Así que los irlandeses por el norte y los mexicanos por el sur, unificaron la tradición en una sola: la fiesta de las brujas o Halloween propiamente dicho.
A Colombia, o más exactamente a Bogotá, fue llegando por la vía del colegio Nueva Granada. Pero era un jolgorio exclusivo de niños bien del norte de la ciudad que aprovechaban para disfrazarse y escandalizar a los vecinos del Chicó. Fue tomando fuerza entre los colombianos porque nuestro servilismo y falta de identidad nacional no conocen límites. La más afectada por esta debilidad es la clase alta —¡Que existe, doctor Lafaurie, que existe!—. También la clase media, a donde llega reforzada porque se rinde ante los ricos y ante los gringos. La clase baja, defendida por la cultura mexicana, resiste un poco más, pero también, afloja. Era un espectáculo bochornoso, para decir lo menos, ver bajar de los barrios orientales de invasión a miles de niños con sus mamás a pedir dulces en las puertas de las casas de los ricos, que desde una ventana del segundo piso les botaban los confites como les tiran los ganaderos de Sucre y Córdoba billetes a los manteadores de las corralejas.
Los fabricantes de dulces y chocolates, los dueños de los ingenios del Valle, se enguacaron con esa fiesta y pujaron hasta bautizarla como la Fiesta de los Niños. Deben ser toneladas de azúcar y chocolate las que se venden ese día que, para más daños, abre las rumbas navideñas. No sólo se venden dulces, sino también disfraces. En su derecho está la gente de cambiar de identidad, hasta saludable es. En las carnestolendas —y todos los derivados de esa gran fiesta pagana— ser otro u otra es norma.
Yo he sentido por nuestra falta de personalidad nacional vergüenza nacional y me apena seguir viendo a los niñitos cantando el triqui-triqui disfrazados de piratas, vaqueritos y castorcitos. No obstante, desde que se anunció el referendo en California, que podría —¡Dios lo quiera así!— legalizar la maracachafa el 2 de noviembre, he comenzado a bendecir nuestro arribismo, nuestro servilismo, nuestra manera de agradecer arrodilladitos todo lo que del norte llega. Porque si el pueblo soberano de California lo quiere, el camino hacia la despenalización de la maracachafa en todo EE.UU. quedará abierto, franca la puerta y los miles de muertos causados por la guerra a las drogas volverían a habitarnos. Y de ahí a que en Colombia pase lo mismo, por mero reflejo mecánico, como lo hizo con la prohibición, no habrá más que un paso. ¿O es que el país seguiría combatiendo heroicamente la yerba, poniendo los muertos y la plata para luchar contra los campesinos que la cultivan en Cauca, en el sur de Bolívar, en Magdalena? Así que el presidente Santos no tendrá que molestarse con la contradicción que lo atormenta entre los campesinos sembrando y los gringos fumando. Pasará lo contrario, la maracachafa llegará empaquetada y debidamente etiquetada como nos llega ahora el cigarrillo de Virginia.
Se mató en un accidente Fernando Garavito. La muerte se la tenía cantada. No lo dejaba en paz. Lo atormentaba. Creo que él jugaba con ella a las escondidas. Sus amigos lo presentíamos. Muchas veces le escribimos rogándole que regresara. A Fernando yo le quedo debiendo mucho. Fue él quien me sacó de la sociología y me llevó a La Prensa. ¡Qué paradójico, se fue huyendo del país para que no lo asesinaran como a Garzón y terminó muerto en una autopista de Estados Unidos!
Tomada de El Espectador.com