«Desde mediados del siglo XVI —escribe Robert C. West, estudioso historiador norteamericano— se explotaban las llamadas “minas de adentro, establecidas en las gravas de los márgenes de numerosos tributarios del Cauca (como La Teta, Jelima, Ovejos), fueron placeres importantes del distrito de Popayán…”.
Los terrenos de La Teta y Jelima fueron propiedad de una congregación religiosa hasta la abolición de la esclavitud en 1851, fecha en la que sus derechos fueron transferidos a las familias negras que habían trabajado las minas: los Carabalí, Balanta, Lucumí, Ararat. Estos apellidos hacen parte hasta hoy de una comunidad negra ancestral que ha explotado la mina por medio de un sistema de asociación familiar llamado Tonga, un modo de distribución equilibrada de beneficios según no sólo el trabajo invertido, sino la capacidad física individual para trabajar.
La explotación de la mina se complementaba con agricultura parcelaria, hasta que en 1980 se construyó la hidroeléctrica de La Salvajina, proyecto copiado por Lauchlin Currie del Tennessee Valley y cuyo objeto era regar las tierras de los ingenios del Valle y producir electricidad. Numerosas minas, casas y fincas quedaron sumergidas, sin que el Estado haya indemnizado a los afectados a pesar de los acuerdos suscritos desde 1986.
La construcción de la Salvajina desplazó pues a una parte de la comunidad negra que se dedicó por completo a la minería en La Teta. Sobra decir que las técnicas de explotación eran y son muy rudimentarias. Digamos que, pese a los atropellos de la CVC y luego de EPSA, en La Salvajina todo se mantenía en “orden”. Hasta cuando estalló a partir de 2002 la feria de concesiones mineras. Desde entonces el subsuelo de la Nación ha sido casi todo concesionado a firmas nacionales y empresas multinacionales: 7.000 títulos mineros en todo el país; 1.800 en la Amazonia, la mayoría reserva forestal; 44 en parques nacionales; 13 en el municipio de Suárez. La concesión de títulos se ha hecho sobre zonas protegidas como páramos, humedales, resguardos y, claro está, comunidades negras.
Uno de los casos más aberrantes ha sido el de La Teta, en Suárez, Cauca. Allí se le ha otorgado al señor Jesús Sarria un título minero sobre un área trabajada desde hace más de 374 años por el Consejo Comunitario de La Toma, que agrupa unas 1.100 familias, que habitan cinco veredas. La concesión se dio con el argumento de que los negros estaban a 18 kilómetros y por tanto no se requería para la explotación ningún requisito posterior. Sin embargo, el Ministerio del Interior reconoció después que sí hay comunidades afrodescendientes dentro de la concesión y por tanto se debería realizar una consulta previa, libre e informada, según lo exige el Convenio 169 de la OIT. El señor Sarria tiene derecho, según el Ministerio de Minas, a realizar con el Ministerio del Interior la consulta sólo en el caso de explotación, pero no en los de exploración y aprobación de la concesión, lo que es verdaderamente aberrante.
La comunidad se opuso a los trabajos de exploración, expedición del título minero y explotación del señor Sarria, y la Alcaldía de Suárez ordenó entonces el desalojo de los mineros que se negaran a abandonar la mina. El Escuadrón antimotines de la Policía ha rodeado la zona varias veces, pero la prudencia de la gente ha impedido un choque. La situación es tensa y peligrosa. Las comunidades han jurado no ceder sus derechos ni dejarse quitar lo que les ha permitido supervivir desde hace tres siglos. Para quebrar esta decisión han aparecido las Águilas Negras acusando a los dirigentes de “estar en contra de las empresas, del desarrollo” y de oponerse al Gobierno. Lo que suceda en este litigio marcará la historia futura de los conflictos que la gran minería puede desatar con la minería tradicional. El proyecto minero del Gobierno se propone multiplicar por ocho las exportaciones de productos minero-energéticos.