Silencio en Candelillas. Llega la noche. Sobre la pared de una casa, las Farc han escrito un grafiti: “No botar basura al río”. Un equipo de la pastoral social de la diócesis de Pasto ha dedicado todo el día a visitar comunidades junto a la ribera del río Mira, en zona rural del municipio de Tumaco. Como última actividad de la jornada, sus integrantes esperan reunirse más tarde con un grupo de jóvenes en instalaciones de la parroquia.
El equipo ejecuta un proyecto de acompañamiento a comunidades afectadas por la presencia en sus territorios de minas antipersonales y de municiones sin explotar como remanente de los choques entre fuerza pública y guerrilla. Ante el aumento de víctimas y de remisiones desde Tumaco a la capital nariñense por falta de capacidad médica a nivel local, la pastoral social de Pasto decidió emprender un proceso de educación en el riesgo, para evitar que los casos se sigan presentando. El acompañamiento involucra atención sicosocial a las víctimas y a sus familias, fomento de iniciativas productivas y orientación acerca de cómo acceder a los servicios de una ruta diseñada por el Estado para hacer frente a esta problemática.
“Yo mejor me callo”
Entre extensas plantaciones de palma africana, propiedad de empresas foráneas, la primera de las comunidades visitadas está asentada en la vereda Achotal y hace parte del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera. Son familias de campesinos damnificados por una avalancha ocurrida en 2009 que, después de seis años, siguen viviendo en refugios, luego de haber perdido sus casas al otro lado del río.
Entre el 27 de octubre y el 2 de noviembre del año pasado la región fue roseada con glifosato, con la idea de destruir los cultivos de coca que abastecen de recursos económicos a la guerrilla. Los pequeños cultivos de plátano, cacao y yuca de la comunidad sufrieron también por cuenta de la aspersión química. A la amenaza de las minas antipersonales en la vereda se suma la contaminación histórica del río Mira, no sólo por el derramamiento de crudo, sino también por el glifosato y por los desperdicios en el agua que deja la agroindustria, la producción de droga y la minería ilegal.
Además de la agricultura, la comunidad depende de la pesca, como otra de sus prácticas tradicionales de producción. El río es esencial para su vida. Dado que no hay acueducto, de él se abastecen las familias para necesidades diarias como cocinar, lavar, alimentarse o bañarse. La gente vive entre terrenos pantanosos. La medicina tradicional con base en la cualidad curativa de ciertas plantas originarias se ha ido perdiendo, mientras las enfermedades por cuenta de las plagas de insectos y del consumo de agua envenenada aumentan entre los habitantes de la vereda.
La ley 70 de 1993 obliga al Estado a “establecer mecanismos para la protección de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico”. También exige fomentar su desarrollo económico y social, con el fin de garantizar que estas comunidades obtengan condiciones reales de igualdad de oportunidades frente al resto de la sociedad colombiana. Ello no se aplica en beneficio de la comunidad de Achotal, donde los campos de palma se extienden sin que las oportunidades mejoren para una comunidad hacinada ni haya algún tipo de servicio social en beneficio de ella por parte de empresas que acaparan territorios ancestrales.
La práctica tradicional de sembrar el ombligo de los recién nacidos daba cuenta en el pasado del nivel de arraigo y de vinculación con el territorio. El hecho de que la guerrilla siembre minas para salvaguardar su control territorial contra el asedio militar de la fuerza pública ha afectado el imaginario y la concepción de la población civil sobre su tierra. Impera el miedo y se ha creado un estado de desplazamiento interno, según el cual la gente permanece hacinada, temerosa de que por acceder a sus lugares de siembra o acercarse a las orillas de los ríos se active un artefacto explosivo que atente contra su vida. Los más vulnerables son los niños y aquellas personas que llegan a estas poblaciones buscando nuevos terrenos donde trabajar, bien sea como jornaleros o como empleados de las empresas palmeras.
“Yo mejor me callo”, decía entre labios una mujer durante el taller dirigido por el equipo para definir en la vereda las amenazas a las cuales se enfrenta la comunidad diariamente y para determinar con qué capacidades cuenta para asumirlas. Precaución: porque tampoco hay la seguridad de que entre quienes participan de este tipo de actividades no esté un miliciano o alguien dispuesto a vender información a los actores armados. Se cree que los bloques guerrilleros que operan en esta zona del país no apoyan del todo las negociaciones de La Habana y que, por lo tanto, no estarían dispuestos a dejar las armas llegado el momento. Con todo, el presidente de la junta veredal sostiene: “la paz llegará desde que comencemos nosotros mismos como comunidad; ahí sí: no de allá para acá”. Y añade la vicepresidenta: “Que haya igualdad, justicia”.
Por falta de futuro
En Imbilí, otra población del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera, tuvo lugar un incidente que desconcertó al equipo. En la segunda comunidad visitada se reunieron pobladores locales y asistentes al taller provenientes de La Vega, una población situada al otro lado del río. El objetivo de la actividad era el mismo: invitar a los participantes a hacer un diagnóstico sobre su situación, para identificar una forma de unión comunitaria que permita mejorar sus condiciones de vida. A partir de ese trabajo se tiene previsto el diseño de un plan de acción que tenga en cuenta las principales amenazas que sufre la comunidad: abandono y violencia intrafamiliar, falta de oportunidades en educación y trabajo, embarazos a temprana edad, influencia de grupos armados…
“Yo sé hasta dónde puede llegar la Iglesia y por qué mataron a la Hermana Yolanda Cerón”, dijo tajante uno de los participantes antes de abandonar el taller. Sintió aprensión ante el hecho de que se hablara también de la afectación por artefactos explosivos y no hizo caso de las palabras del animador, quien le insistía en que no se trataba de una iniciativa política sino humanitaria.
Según Mons. Héctor Fabio Henao, director del Secretariado Nacional de Pastoral Social, uno de los desafíos que enfrentan los miembros del equipo está asociado a “las amenazas de quienes ven como un riesgo contra ellos que las comunidades tengan más conciencia de qué son las minas y cuál es su potencial peligro”. De las minas poco se habla en los primeros talleres en que se elabora el diagnóstico. El equipo es respetuoso y sabe que una comunidad comunica también con el silencio cuando se ensimisma y está atemorizada por el control que sobre ella ejercen los grupos armados. Sin embargo, hay casos en que el silencio se rompe y la gente logra sobreponerse al nerviosismo. Fue lo que ocurrió en Candelillas, tercera comunidad visitada.
Caída la tarde, un grupo de jóvenes respondieron a la invitación del equipo, para adelantar también ellos el diagnóstico. Aunque en el bachillerato técnico del corregimiento hay docentes que se empeñan en persuadir a los jóvenes para que no se sumen a la guerra, algunos de sus compañeros han abandonado el estudio. Hay noches en que se les puede reconocer en las caravanas de motociclistas que trasportan tatucos para la guerrilla. Hay quienes se prestan para informaciones o se entregan al oficio de raspar coca. Otros llegan a tomar las armas. “La vida fácil” es una forma de buscarle una salida a la falta de futuro en esta región del país.
Una ruta incierta
Avanzada la noche y cumplida la misión de la jornada, el equipo se desplaza a alta velocidad por la vía que conduce de Candelillas a la autopista panamericana, en camino al casco urbano de Tumaco. Fue en un tramo de esta vía donde el 18 de octubre de 2012 se activó un artefacto explosivo con el paso del vehículo de transporte público en el cual se movilizaban Judith y su hija. La madre sufrió la destrucción de su talón izquierdo y la bebé de siete meses fue afectada por esquirlas en su rostro y en otras partes del cuerpo. Ambas sobrevivieron, pero tuvieron que esperar dos horas, antes de que llegara una ambulancia y los paramédicos les prestasen primeros auxilios. Hoy Judith hace parte del grupo de multiplicadores formados por la pastoral social de Pasto, que amplían en Tumaco la estrategia de educación en el riesgo, frente a la presencia de minas y munición sin explotar. Desde hace más de 7 meses da charlas en empresas palmeras y en escuelas, con el fin de fomentar comportamientos de autocuidado. Además, pone al servicio de la comunidad su formación como auxiliar de enfermería, disponible especialmente para personas que han vivido algo similar a lo que ella ha tenido que vivir. Ello le ha permitido potenciar sus capacidades con resiliencia.
Otra es la historia de Rubén, uno de los miles de pescadores perjudicados por la presencia de crudo en el mar que dejó el último atentado al oleoducto trasandino en Tumaco. Uno de sus hijos jugaba en la playa con algunos amigos cuando encontró una granada de la fuerza pública. La curiosidad lo llevó a manipular el artefacto. La granada se activó acabando con la vida del adolescente de 16 años y la de uno de sus amigos. El hecho ocurrió hace tres años y es la hora que Rubén sigue luchando para que el Estado responda de alguna forma por la situación que ha debido vivir su familia, desintegrada debido al trauma.
Hoy se debate entre permanecer en Tumaco o desplazarse a Pasto. No quiere que sus hijos más pequeños sigan creciendo en medio del conflicto. Son habitantes del barrio Viento Libre, uno de los sectores dominados por agrupaciones de reconfiguración paramilitar en el puerto, que tomaron control de dichos territorios cuando la guerrilla consolidó su poder en la zona rural del municipio. Desde allí estos paramilitares dominan el comercio de droga, amenazan a la comunidad imponiendo el miedo y extorsionan a trabajadores como Rubén, cuyos únicos ingresos fijos dependen de la temporada anual de pesca, que va de noviembre a marzo.
Según Reinel Barbosa, Coordinador de la Red Nacional de Sobrevivientes de Minas Antipersonales, Munición Sin Explotar y/o Artefactos Explosivos Improvisados, son las comunidades más empobrecidas las principales víctimas de estas amenazas. Si bien existe una ruta de acción dispuesta por el Estado estamos muy lejos de que sus estrategias se apliquen. El primero de los problemas que tiene su aplicación es la falta de información sobre la situación de los afectados. Por ejemplo, “sabemos que hay alrededor de 11 mil registros de víctimas de minas antipersonales en Colombia, es un registro histórico; pero si vamos a preguntar cuántas están vivas, cuántas han cursado toda la ruta de reparación o en qué condiciones están sus núcleos familiares no sabemos”.
Lo anterior conlleva que se haga una atención a destiempo o, peor aún, que la gente perjudicada (incluida su familia, que también debe ser considerada víctima directa) vaya de tumbo en tumbo exigiéndole al Estado una reparación integral que no se le suministra. La mayoría de los sobrevivientes de atentados terminan enfrentándose al desplazamiento. Por una parte, porque en sus regiones de origen no hay la capacidad médica para una atención adecuada. Ello genera desarraigo y ruptura familiar. También lo genera el hecho de que la familia afectada sea considerada objetivo militar y deba pagar el costo de la mina destruida, al tiempo que es amenazada.
A día de hoy, la ruta diseñada por el gobierno no considera los gastos de transporte, de alimentación ni de alojamiento de personas que deben dejar sus hogares en búsqueda de atención primaria y rehabilitación. Son, a veces, las organizaciones sociales quienes salen en defensa de la gente dando respuesta a estas necesidades. Cuando la madre de familia debe hacerse cargo del cuidado de la víctima y emprender viajes en su compañía, en ocasiones, los hijos quedan desprotegidos, razón por la cual se ven abocados a la desescolarización. Por otra lado, no existe una cultura de la inclusión que promueva el potenciamiento de capacidades en beneficio de las personas en condición de discapacidad; mucho menos en áreas rurales del país, donde se encuentra la mayoría de la población afectada por artefactos explosivos utilizados en medio de la guerra. De ahí que haya casos donde la gente que ha sufrido por estos objetos se ve obligada a mendigar, ya no sólo al Estado sino también a su comunidad.
El vigilante silencioso
La guerra está lejos de terminar en el Pacífico nariñense, uno de los territorios más contaminados en el mundo por minas y munición sin explotar. Y, aun cuando el conflicto armado diera paso a un cese al fuego, estos artefactos seguirían matando. Personas como Judith, que viven la guerra a diario y han sentido el recrudecimiento de la violencia en las últimas semanas, ven con escepticismo las negociaciones de La Habana. ¿Es posible garantizar a quien pudiese llegar a dejar las armas que la angustia por la falta de oportunidades no lo obligará a tomarlas de nuevo? En materia de desminado, dado el caso de que se incluyese al municipio de Tumaco en el grupo de regiones que se beneficiarían potencialmente de dichos proyectos, dejar la tierra limpia de nuevo tomaría más de diez años. De ahí que el trabajo en educación frente al riesgo apenas comienza para estas poblaciones.
Para gente como Reinel Barbosa, preocupa, además, el hecho de que programas de este tipo puedan prestarse ya no para acciones humanitarias sino para beneficiar grupos de poder. Mientras existe un déficit fiscal superior al 60% en la Ley de víctimas y se tiñe de pesimismo la posibilidad de una reparación integral para miles de colombianos, la cantidad enorme de dinero que involucran los proyectos de desminado anuncia corrupción en camino en un país como el nuestro. El hecho de que los organismos que puedan ejecutarlos no llegasen a involucrar a la población civil y el protagonismo en procesos de desminado siga estando en manos de la fuerza pública pondría en cuestión la neutralidad necesaria de un cometido como este. Se teme, igualmente, que como ha ocurrido con la microfocalización del programa de restitución de tierras, el desminado se haga depender de expectativas de ganancia económica sobre los territorios por parte de foráneos y ya no de la urgencia de garantizar el desarrollo integral para sus habitantes históricos.
Hay un desafío no sólo en términos de reconstrucción del tejido social en estas zonas del país. Urge una reapropiación y una re-significación del territorio, para que las tierras desminadas no sean vendidas al mejor postor, sino que sigan perteneciendo a sus dueños ancestrales. Que la gente sueñe dejarla en herencia a sus hijos y que los lazos que la unen a ella lleguen a ser más fuertes que el miedo que alguna vez provocó el vigilante silencioso.