En
las condiciones actuales el voto en blanco juega el papel de idiota útil para dos clases de políticos, que son quienes conforman la mayoría: los senadores o representantes actuales que para hacerse reelegir sólo requieren aceitar una maquinaria ya montada de favores y promesas, y los ‘primíparos’ que disponen del dinero o el patrocinio suficientes para comprar los votos, aupados por dineros oscuros o por personajes de dudosa procedencia.
A esta clase de políticos no sólo les importa un bledo lo que pase con el voto en blanco, sino que los beneficia, porque ya tienen su clientela amarrada (audiencia cautiva, que llaman) y todo voto que no va por ellos tampoco se deposita por sus competidores, o sea que le resta fuerzas al voto libre y permite que se mantengan “los mismos con las mismas”.
Habría que diferenciar de todos modos la elección legislativa de la presidencial, porque lo esperado sería que el triunfo mayoritario del voto en blanco invalidara una determinada lista de candidatos y les impidiera presentarse a la siguiente cita electoral. Y, ¿quién no ha soñado con ese castigo? Pero el único que en la práctica podría salir perjudicado sería el presidente Juan Manuel Santos, y de carambola el proceso de paz, lo cual será tema para próxima columna.
Hay quienes como Gustavo Bolívar creen que el momento está ‘pulpito’ para que en la próxima elección a Senado y Cámara se imponga como mayoría el voto en blanco, de modo que haya que barajar de nuevo, como lo establece la Ley 1475 sobre la Reforma Política. Pero no han tenido en cuenta que uno es el papel que desempeña el voto albo en las elecciones legislativas, y otro en las presidenciales.
Según el artículo 9 del Acto Legislativo 01 de 2009, “deberá repetirse por una sola vez la votación para elegir miembros de una corporación pública, gobernador, alcalde o la primera vuelta en las elecciones presidenciales, cuando del total de votos válidos los votos en blanco constituyan la mayoría. Tratándose de elecciones unipersonales no podrán presentarse los mismos candidatos, mientras que en las corporaciones públicas no se podrán presentar a las nuevas elecciones las listas que no hayan alcanzado el umbral“. ¿Y quiénes son los que no podrán alcanzar el umbral? Pues los candidatos de opinión, los partidos minoritarios y los grupos significativos de ciudadanos.
Sumémosle a lo anterior que los mayores índices de abstención (promediando el 60 %) se presentan precisamente en las elecciones legislativas, y que la mayoría de quienes anuncian en las encuestas que votarán en blanco ese día se quedan en su casa, por la más sencilla de las razones: porque les da pereza salir a votar.
Si la anulación de la elección se diera porque la del voto en blanco fuera la lista más votada, vaya y venga. En este caso bastarían unos tres millones de sufragios rebeldes, considerando que en la elección de 2010 la lista más votada, la del Partido de la U, obtuvo 2.792.944 sufragios. Pero lo que la ley determina es que sólo se repetirá la elección (sin que puedan presentarse de nuevo los mismos candidatos), cuando del total de votos la mitad más uno corresponda al voto en blanco. Y si la vez pasada hubo un total de 10’588.261 votantes, esto significa que para hacer borrón y cuenta nueva en el Congreso, se necesitarían ya no tres sino unos seis millones de votos.
¿Cuándo será posible entonces sacar del Congreso a esa manada de pícaros que en su mayoría se da vida de reyes a costa del erario público y legisla para satisfacción de sus mezquinos intereses? Pues muy fácil: cuando del mismo modo que existe la obligación de pagar impuestos, ¡también el voto sea obligatorio!
Es cierto –como he dicho en ocasiones anteriores– que una democracia ideal se sustenta en que el ciudadano tenga el derecho de abstenerse de votar, pero la nuestra es una democracia imperfecta, o imperfectísima, para perfeccionar la idea. Es por ello que el voto obligatorio podría imponerse de manera transitoria, como una medida pedagógica de cultura ciudadana, cuyo mayor beneficio sería que por fin se sabría qué es lo que quiere la gente.
¿Por qué entonces tanta sospechosa sobadera con lo del voto en blanco en la próxima elección, si a quienes realmente perjudica es a los candidatos que aspiran a renovar los cuerpos colegiados? ¿Y por qué ningún partido o movimiento político impulsa el voto obligatorio, a sabiendas de su conveniencia democrática? En parte porque sería cuchillo para su propio pescuezo y en parte por la inutilidad de siquiera sugerirlo, pues se concibe como utópico que los congresistas vayan a aprobar una ley que terminaría por perjudicarlos.
El único político tradicional al que le he escuchado proponer el voto obligatorio –y no ahora, sino desde el gobierno de Ernesto Samper- es a Horacio Serpa. Pero como una golondrina no hace verano, tocará esperar a convencer a los promotores del voto en blanco de la necesidad de que primero se imponga el voto obligatorio, como medida de choque que impida que el poder siga siendo usufructuado por los mismos que para hacerse elegir y reelegir les basta con aplicar la ley… del mínimo esfuerzo.
De donde se concluye que el voto en blanco es importante como expresión de protesta, pero después de llevar al Congreso a gente que impulse urgentes medidas de saneamiento democrático, entre ellas el voto obligatorio.
Y por último: el muy farandulero Gustavo Bolívar cayó en flagrante contradicción cuando dijo que “si no estuviera haciendo campaña por el voto en blanco, votaría por Ángela Robledo”. ¿Cómo así? ¿No dizque el voto en blanco es para cuando no hay por quién votar? ¿Dónde quedó su coherencia política?