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Desde que en agosto de 2014 se conoció la disposición de las FARC por iniciar un proceso de solicitud de perdón en relación con los hechos ocurridos el 2 de mayo de 2002, las reacciones de las comunidades del Medio Atrato no se hicieron esperar: “no estamos preparados”, “y eso… ¿qué significa para nosotros?”; “yo los perdono pero si nos dejan vivir tranquilos”, “y ¿por qué solo las FARC?, ellos no pelean solos… y ¿los paramilitares? y ¿el gobierno?”; “¿y lo otro que ha pasado?, ¿sobre eso también van a pedir perdón?”.

Un conjunto de expresiones y sentimientos que trazaron por lo menos una certeza: las comunidades debían prepararse, reflexionar sobre los significados del perdón y la reconciliación. También imaginarse cómo sería el encuentro, cara a cara, con quienes 13 años atrás habían desoído su clamor de respetar a la población civil que en ese momento se refugiaba en la iglesia, en medio del cruento combate que sostenían las FARC con paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas.

Esta reflexión trazó además una necesidad que aún es latente: identificar los escenarios que vendrán para el Pacífico y, particularmente, para la región del Medio Atrato colombiano, una vez se firmen y refrenden los acuerdos del proceso que se gesta en La Habana. En esta región, para nadie es un secreto, se concentran aún los intereses y condiciones que reproducen las disputas por la riqueza y las ventajas que caracterizan su territorio. Saben que “lo que viene es duro” y por eso ven necesario prepararse para afrontar y resolver por medios no violentos los conflictos venideros.

 ‘Queremos que nos dejen resollar’

Para los meses en que la idea del perdón iba cruzando discretamente los ríos de Bojayá, el cese al fuego y de hostilidades por parte de las FARC aún no se había declarado. Por eso, en medio de la persistencia del control armado de los territorios, una mujer de la comunidad señaló con ímpetu y sin reparos “queremos que nos dejen resollar”. Sus palabras inspiraron lo que podría ser el primer paso de la concreción de un posible encuentro con las FARC. Todos coincidían en que se necesitaba un ambiente de tranquilidad para tomar decisiones acordes con sus saberes e intereses. Fueron, además, palabras que invitaron a los líderes, organizaciones y entidades acompañantes a que este proceso tuviera un ritmo acorde con el río, con la distancia que existe de una comunidad a otra, con la dificultad que representa llegar a algunas poblaciones indígenas, con la necesidad de activar toda la fortaleza cultural y espiritual y poder entonces fluir con la cotidianidad de las comunidades del Atrato.

Poco a poco, desde la conversa con líderes afros, indígenas y religiosos de la región, y con la participación de algunas familias directamente afectadas por los hechos del 2 de mayo de 2002, se fueron construyendo los criterios que trazarían la ruta para un encuentro entre comunidades bojayaseñas y guerrilleros de las FARC.

Meses más tarde, el 18 de diciembre de 2014, una delegación de víctimas de Bojayá compartió en la mesa de diálogos de La Habana un documento con dichos criterios. Uno de los puntos centrales señaló con claridad que el encuentro entre guerrilleros y comunidades afro e indígenas debía realizarse en el Medio Atrato, específicamente en el lugar donde ocurrió la masacre: el pueblo viejo de Bellavista.

Así pues, comenzado el 2015 las tareas por cumplir no eran pocas. La de mayor prioridad era garantizar la socialización de lo bogado hasta ese momento en las 32 comunidades indígenas, los 18 consejos comunitarios y la cabecera municipal de Bojayá. El queremos que nos dejen resollar, solicitado meses atrás, se convertía ahora en el impulso y activación de la fuerza organizativa que, aunque debilitada por la guerra, se ha caracterizado desde décadas atrás por la convicción de que el buen vivir en el Atrato se origina en el cumplimiento de planes de vida y de etnodesarrollo que pueblos afro, indígenas y mestizos se han encargado de construir y forjar para el presente y futuro de sus renacientes.

Siempre y cuando…

Yo perdono, siempre y cuando los niños sean respetados y los dejen vivir en paz.

Yo perdono, siempre y cuando respeten los reglamentos internos de las comunidades.

Yo perdono, siempre y cuando entreguen las armas que dañaron nuestros corazones.

Yo perdono, siempre y cuando dejen de cometer tantos actos de barbarie.

Yo perdono, siempre y cuando se vayan de nuestro territorio para vivir como antes.

Días antes del encuentro realizado el pasado 6 de diciembre, las mujeres del Grupo Guayacán de Bellavista se encontraron para unir los retazos del telón de los sueños y las esperanzas. Eran retazos traídos desde Opogadó, Mesopotamia, Napipí, Pogue, Puerto Conto, La Boba y demás Consejos Comunitarios de Bojayá, retazos con mensajes de niños, mujeres y jóvenes invitados a compartir las sensaciones previas que les suscitaba la proximidad del encuentro con las FARC. Retazos evocadores de aquel tejido que estas mismas mujeres hicieron años atrás con el bordado de los nombres de sus víctimas en pedazos de tela llenos de color, naturaleza y mensajes para la vida.

Los últimos encuentros realizados por los ríos se acompañaron de la obra de teatro Siempre y cuando, una manifestación artística de las mismas comunidades que surgió tras múltiples y diversos escenarios de diálogo local organizados por el Comité por los Derechos de las Víctimas para abordar el encuentro con las FARC. Este proceso de socialización y consulta con las comunidades, que empezó en el mes de marzo de 2015, contó con el acompañamiento de la Diócesis de Quibdó, la Legión del Afecto (Programa del DPS), la Comisión de Testigos, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas, la Unidad de Víctimas, la Organización Internacional para las Migraciones y el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Sin embargo, pese a los apoyos mencionados, los líderes afro e indígenas tuvieron que hacer enormes esfuerzos para gestionar otros recursos y para garantizar la autonomía en sus decisiones, la movilidad aérea desde Chocó hacia otras ciudades, el costoso transporte fluvial por la cuenca del Medio Atrato y la sostenibilidad de los líderes que asumieron la responsabilidad de jalonar este encuentro.

En un punto, la realización del acto se puso en duda. El desgaste de tantos meses de trabajo y la sensación de no estar suficientemente preparados, pues aún no estaban colmadas todas las necesidades previstas, minaban un terreno frágil y aún lleno de incertidumbres. Por eso, y el caso de Bojayá lo demuestra, vale la pena señalar que los actos de reconocimiento que están por venir, tendrán los logros esperados siempre y cuando se garanticen todas las condiciones que permiten a las comunidades activar y fortalecer sus capacidades locales de organización y solidaridad. La responsabilidad de estos procesos no puede recaer exclusivamente en las víctimas, y en las de ya por sí precarias condiciones a las que históricamente han sido sometidas en varias regiones del país.

El Cristo Mutilado se queda en la Iglesia

A principios del mes de noviembre de 2015 se confirmó que el acto de reconocimiento de responsabilidades debía realizarse entre el 6 y 10 de diciembre. Ante la presión por una fecha tan cercana y por las condiciones comunicadas desde de la mesa de diálogos, el Comité por las Víctimas manifestó su preocupación. Necesitaban ser coherentes con los logros de la travesía emprendida meses atrás y por tanto posicionar ante las FARC y el Gobierno las decisiones tomadas en la fase preparatoria.

La comunidad precisó que el evento no podía durar los 40-50 minutos previstos por los delegados de La Habana, ya que no tendrían el tiempo suficiente para presentar el conjunto de manifestaciones de resistencia que durante los últimos años ha tejido su memoria. Necesitaban el tiempo para que las víctimas se sintieran serenas en el acto, sin la presión de los medios de comunicación y garantizar que sus cantos, su cristo mutilado, su telón, su teatro y sus alabaos tuvieran el lugar más significativo de la ceremonia. Cada detalle simbólico contaba, no era accesorio, era una muestra de sus comprensiones sobre la vida y la muerte; una afirmación de la dignidad que no se ha diezmado pese a tanta violencia y el mecanismo para sensibilizar e interpelar a quienes aún están armados por dentro.

Por eso, desde varios rincones de Bojayá, cada quien tenía su tarea. Mientras las mujeres cocinaban y preparaban tamales, otras cosían y buscaban los telones guardados. Por el río Bojayá, las cantaoras del consejo comunitario de Pogue ensayaban sus alabaos compuestos año tras año como memoria de la masacre. En la iglesia del Bellavista viejo, las hermanas agustinas cortaban y pegaban el árbol símbolo de la vida y lo acompañaban con mensajes alusivos a la justicia, la paz y el perdón. Allí mismo, en las afueras del templo, los más jóvenes ensayaban una y otra vez la obra de teatro que habla del antes, el durante y el después de la masacre. Hombres y mujeres se embarcaban por su río, llegaban a sus fincas y permitían el normal transcurrir de la vida, pese a la ansiedad que se sentía en el ambiente húmedo, caluroso y lluvioso de aquellos días.

Como era de esperarse, afloraron las tensiones propias del intercambio de ideas frente a un acto con tan profundo significado y tanta carga histórica y política. La concurrencia de diversos intereses y actores al final logró forjar unos mínimos acuerdos colectivos sobre los tiempos, los lugares y las responsabilidades que cada quien debía asumir durante la realización del encuentro. Sin embargo, quienes tuvieron la última palabra fueron las víctimas y los líderes comunitarios. Un ejemplo de ello fue la decisión de si el Cristo Mutilado de Bojayá debía salir o no de la iglesia, si entraba en procesión una vez las delegaciones de Gobierno y FARC llegaran. La respuesta se hizo camino tras la llegada de las víctimas al templo. Su silencio y llanto en el recinto y la activación del símbolo, determinó que el Cristo permaneciera de manera sobria y sencilla en lo que en su momento fue el altar de la parroquia, el lugar donde cayó la pipeta aquel 2 de mayo de 2002.

Por eso, cuando aún había dudas al respecto, una de las mujeres señaló: “el Cristo mutilado es nuestra resistencia, así lo hayan dejado hecho pedazos, él se queda en la iglesia, resistiendo, como nosotros”.

Jaibía

Para los indígenas Emberá Dovidá de Bojayá, el Atrato es considerado el Río Grande o Dodromá. Por él transitaron los delegados y líderes de sus 32 comunidades para participar en el acto de reconocimiento y en su preparación. Guiados por sus autoridades locales y su cabildo mayor asumieron la seguridad del evento en compañía de un grupo de cinco guardias indígenas nasa del Norte del Cauca. También promovieron a su paso la emergencia de la guardia afro de Bojayá: “este bastón es como su madre, simboliza a la madre tierra, deben portarlo con orgullo pues vergüenza sólo deben sentir quienes en sus manos portan un fusil”.

Leales a la consigna de las organizaciones étnicas, que prohíbe las armas en los territorios y resguardos colectivos, desplegaron su experiencia como Guardia Indígena Embera y decidieron que la seguridad del evento debía ser un acto de paz que reconociera la resistencia y autonomía. Ese día no hubo uniformados, ni civiles con armas escondidas, se portó el bastón de mando y la dignidad de tres pueblos entrelazados por los anhelos de justicia territorial. Los pocos hombres de la fuerza pública, que estuvieron desde días anteriores dentro de las ruinas del viejo Bellavista, no portaron uniforme ni armas, respetaron los protocolos de seguridad de la guardia indígena y se coordinaron de manera respetuosa y solidaria. El lugar que se le había dado a los Jaibaná —médicos y sabedores tradicionales— en la agenda del acto del 6 de diciembre era el del cierre.

Con la sabiduría que los caracteriza interpelaron dicha decisión y solicitaron su necesaria participación de acuerdo a los principios de Jaibía, espíritus de la naturaleza encargados de la sanación y el control de su territorio. Por eso, desde el día anterior al acto, un grupo de cinco hombres y mujeres indígenas se internaron en la selva y dieron inicio a un trabajo espiritual que se extendió hasta la mañana del 6 de diciembre y que armonizó a las delegaciones del Gobierno y de las FARC, a las organizaciones acompañantes y a los pobladores y víctimas participantes. Una vez terminado el ritual fue posible dar inicio a la agenda acordada

Pa’ lante es pa’ llá

Mientras en el viejo pueblo transcurría el acto de reconocimiento, más de 150 jóvenes de la Legión del Afecto, provenientes de Bojayá y de otras 20 ciudades que también han sido afectadas por el conflicto, acompañaban con música, danza y teatro a los niños y niñas a quienes sus familias dejaron en el nuevo pueblo de Bellavista. Esos mismos jóvenes iniciaron aquel día una expedición para visitar 17 caseríos ribereños con dirección al Bajo Atrato.

Esta travesía, que recibió el nombre de La balsa de los sueños, representó un gesto de apoyo a las decisiones que los pueblos afro e indígenas ratificaron el 6 de diciembre de 2015 frente a sus comunidades. Para los líderes de la región continuó la tarea de permitir el discurrir de las reflexiones y sentimientos que quedaron luego del acto; continuó también la tarea de emprender las acciones que se deben seguir realizando a futuro. Quedó, sin duda, una voz de resistencia para no desfallecer en el intento complejo y difícil de pensar la paz para el Medio Atrato y el Pacífico colombiano…. pa’lante, es pa’ llá, pa’trás ni pa’ coger impulso.

 

*Investigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica.

 

 

Etiquetas: Acto de perdón, Bojayá, encuentro víctimas con delegación de las FARC, FARC, Gobierno, masacre de Bojayá, Mesa de negociaciones, perdón, río Atrato