Desde hace más de siglo y medio, cuando los esclavizados colombianos traídos por comerciantes blancos despiadados que “secuestraron a sus mayores de África” recibieron oficialmente la libertad, muchos compraron tierras en la parte plana del Cauca.
El dinero venía de ahorros de sus tiempos de esclavitud, cuando sus dueños les permitían quedarse con el oro que produjeran el último día de cada semana. Dichas compras de fincas no quedaban registradas con títulos legales, sino que se hacía de palabra y eran avaladas por un “palabrero”. “El palabrero era un médico tradicional. En ese entonces la palabra tenía validez y la delimitación se hacía por medio de árboles o ríos”, explica Armando Caracas, líder del norte de Cauca y miembro del Proceso de Comunidades Negras (PCN).
Ellos y sus antecesores, esclavos que se fugaron de las haciendas a donde los maltrataban y habían creado “palenques” (aldeas donde eran libres), consiguieron consolidar comunidades en lo que hoy son los municipios de Puerto Tejada, Caloto, Buenos Aires, Santander de Quilichao, en el norte del departamento, y Patía en el sur.
“A partir de la libertad desarrollaron fincas tradicionales en donde las familias subsistían. El capital de trabajo son los hijos, por eso las familias son muy grandes. El concepto del territorio es: ese espacio me protege y es de mi futura generación”, dice Roller Escobar, líder afro y Coordinador de Derechos Humanos de la Unidad de Organizaciones Afrocaucanas (Uoafroc).
Además, en las zonas montañosas, se dedicaron a la minería artesanal.
Pero ese modelo se truncó cuando grandes finqueros pusieron sus ojos en esas planas y anchas tierras para la explotación de ganadería extensiva. Según Armando Caracas, en las primeras décadas del siglo pasado, los terratenientes hicieron desplazar hacia las montañas a los afrodescendientes con varias estrategias, entre las que se encontraban soltar toros de lidia en sus parcelas o destruirles las cercas para que el ganado se comiera sus cultivos.
Esta comunidad perdió más tierra en la pasada década de los 60, cuando inició el boom del monocultivo de caña en la región. “Estas zonas eran muy productivas de cacao en el sistema finca. Allí comienza un proceso de desalojo de la tierra por parte de los ingenios que querían avanzar con el cultivo de caña. Mucha gente, con la Caja Agraria y la política nacional, implementó monocultivos y pidió préstamos con la Caja. Una gran parte perdió la tierra en ese ejercicio. Cuando la gente no tenía cómo pagar o sustentar esos créditos, la Caja los entregaba o vendía al ingenio”, explica Escobar.
Los afro del Pacífico
La Constitución Política de 1991 reconoció los derechos particulares de las minorías étnicas del país, y dio paso a la Ley 70 de 1993, que abrió la compuerta para la titulación de territorios colectivos para las comunidades afrodescendientes, y en su caso, para la creación de Consejos Comunitarios, como forma de organización o administración territorial.
Dos años después, cuando se inició el proceso de titulación de tierras colectivas, por medio del decreto 1745 que reglamentó ese capítulo de la Ley 70, las comunidades del Pacífico habían avanzado bastante en la identificación y delimitación de los territorios, gracias al trabajo de organizaciones propias como Juventud Unida para el Progreso de Guapi y Asomanonegras. “Decidimos que nuestra forma de organizarnos era el Consejo Comunitario y no la Junta de Acción Comunal, porque así logramos articularnos cultural y ancestralmente con los ríos”, recuerda García, quien desde la época de la Constituyente ha trabajado por esa causa, y aclara que “en el Pacífico el Gobierno no ha tenido que comprar una sola hectárea, sino reconocer la tradición de las comunidades y titular”.
El primer Consejo Comunitario que recibió titulación colectiva fue el Consejo Comunitario del San Francisco en Guapi; seguido del Consejo Comunitario de Napi y el Consejo Comunitario Alto Guapi, en ese mismo municipio. En la actualidad, hay 17 consejos comunitarios con títulos colectivos en los tres municipios que componen la región del Pacífico caucano: cinco en López de Micay, cinco en Guapi y siete en Timbiquí. (Vea mapa interactivo).
Actualmente, las comunidades afrodescendientes del Pacífico de Cauca tienen tituladas 574.604 hectáreas de manera colectiva. Cifra que es similar a la que han logrado recuperar las comunidades indígenas del norte del departamento en cuarenta años de lucha. García explica que durante el proceso organizativo afro, no fueron víctimas de persecuciones ni asesinatos, como ocurrió con los indígenas Nasa, quienes han visto caer a más de cinco mil miembros de su comunidad por tierra. (Ver La sangre que recuperó la tierra de los Nasa).
“Acá no hubo presión armada ni de ningún tipo. La única dificultad se dio al inicio, con un conflicto con los indígenas Eperara Siapidara, cuando se fue a hacer la limitación del territorio afro, pero ese problema se resolvió dialogando y se diferenció teniendo en cuenta las tradiciones culturales en el territorio”, explica la líder.
Si la Ley 70 le dio cauce a la titulación de las tierras de las comunidades afro caucanas en el Pacífico, no fue así para las que se encuentran en la región de los Valles Interandinos. En la práctica, la figura de los territorios colectivos sólo aplica para las comunidades del margen costero.
“Venimos ocupando los diez municipios del norte del Cauca ancestralmente. Como dicen los abogados, primero en el tiempo, primero en el derecho. Y en ese sentido, desde que estamos aquí en Colombia, hemos permanecido y estado en el tiempo, y tenemos esos derechos consuetudinarios”, argumenta Armando Caracas, uno de los líderes del proceso afro en esa región.
Por esa y otras razones, las comunidades del norte de Cauca consideran que los gobiernos se equivocan al interpretar de esa manera la Ley, y se han empezado a organizar como consejos comunitarios, pese a que no estén en un territorio que oficialmente se pueda reconocer como colectivo.
Roller Escobar, otro líder de la región, cuenta que varias comunidades han empezado el trámite para ser reconocidas como consejo comunitario, pero el Ministerio del Interior, que es el encargado de dar el aval, no ha resuelto el asunto y “se escuda diciendo que no hay territorios baldíos para hacer una titulación colectiva (como señala la Ley para la Costa Pacífica)”. Sin embargo, para él, “la Ley 70 de 1993 dice que en cualquier zona o territorio tendrá el mismo ejercicio y derecho la población afro (…) Además, la Corte le dijo (al Ministerio) que tenía que reconocer el derecho a la población afro en donde se encuentre”.
Las familias afro que se encuentran en esa región tienen títulos de propiedad correspondientes a sus parcelas. Sin embargo, quieren que el Estado les reconozca la totalidad del territorio como uno solo, amparado bajo la figura de titulación colectiva. Los consejos de la zona Interandina están conformados legítimamente, pero no tienen el reconocimiento legal para gozar del territorio conforme a sus tradiciones y como lo pueden hacer sus hermanos de la Costa.
Escobar y otros líderes afro de Cauca consultados por VerdadAbierta.com coinciden en que, por fortuna, esa comunidad no ha sido golpeada ni perseguida por luchar por sus tierras. Una posible explicación de esa situación, es que no ha hecho tomas o ejercido presión como los indígenas.
“La lucha por el territorio no es tan marcada como la población indígena, ha sido más de resistencia y casi en silencio. Apenas hasta ahora, es que se genera una defensa por el territorio muy abiertamente y se empiezan a hacer acciones. La primera acción de hecho que se hace, abiertamente y de toma, fue la del año pasado”, relata Escobar, en relación con la toma de la sede del Incoder en Popayán, a causa de la entrega de la hacienda San Rafael a comunidades indígenas, pese a que está ubicada en territorio afro.
Descontando el conflicto de la hacienda San Rafael, el cual ya fue resuelto por el diálogo y los acuerdos alcanzados entre indígenas y afros, el pueblo afro de Cauca está bregando por su tierra en varios frentes: las comunidades de los Valles Interandinos buscan la titulación colectiva de sus territorios; y las del Pacífico, que les amplíen algunos consejos comunitarios y que les titulen las zonas de manglar. Además, ambas tienen un frente de lucha en común: la minería ilegal.
Minería, un enemigo ancestral que vuelve
Desde hace pocos años, a los municipios de Buenos Aires y Santander de Quilichao empezaron a llegar hombres de acento paisa que explotan los recursos mineros sin autorización de nadie. En algunos casos, arrendan o compran parcelas para hacer la explotación con retroexcavadoras, dañando la vida útil del terreno, y contaminando de paso las fuentes de agua por los insumos químicos que emplean. Según fuentes de la región, “los foráneos ofrecen hasta 200 millones de pesos por tierra. ¿Cómo se resiste una persona? ¿Cómo negarse ante la oferta de tanta plata?”, cuestiona un líder afro, sintiéndose impotente ante el daño ambiental.
En la vereda Lomitas de Santander de Quilichao, por ejemplo, según dijo alguien que conoce bien la zona a VerdadAbierta.com, “puede haber tres mil personas barequeando, los muertos no se reportan y hay grupos armados”. Esa multitud sigue el curso de los ríos Teta y Mazamorrero hasta donde se unen, entre Buenos y Santander. Allí hacen minería abierta con más de 80 retroexcavadoras. “Las autoridades no hacen control; y cando van, les avisan y no encuentran a nadie”, explica el testigo, que pide reserva de su nombre por el riesgo que tiene denunciar lo que allí pasa.
Otra persona, cuya identidad tampoco se revela por las mismas razones, dice que en varios ríos y quebradas, incluido el Tetas, hay contaminación por mercurio. “No tienen peces, no se pueden usar ni acceder al agua. El río permanece contaminado y sucio. ¿Cómo usar sus aguas para cultivos si están contaminadas?”, se pregunta dolido.
La situación es similar en la costa Pacífica. Una persona de la región le relató a VerdadAbierta.com que en Timbiquí hay alrededor de 86 retroexcavadoras extrayendo oro ilegalmente. Cuando las autoridades sacaron varias retroexcavadoras de Zaragoza, en el municipio vallecaucano de Buenaventura, muchas de ellas fueron a parar a los ríos de López de Micay, Timbiquí y Guapi.
Con el daño ambiental se vino la violencia. Los grupos armados que han montado sus entables mineros o llegaron para extorsionar al barequero, al dueño de bomba y al de retroexcavadora; presionan a todo el mundo para que no denuncien, no resistan el saqueo. “Amedrantan y amenazan a la comunidad para que no denuncien ni digan nada”, dice el habitante de la región.
Los “retreros”, como son conocidos los mineros ilegales en el Pacífico, explotan oro en sectores que hacen parte de los Consejos Comunitarios. Una persona que conoce esa situación, le explicó a VerdadAbierta.com, que “los retreros contactan a las familias, a quienes los Consejos les asignan determinadas porciones de tierras de donde deriven su sustento. Les ofrecen dinero a cambio de que les permitan ingresar sus máquinas y extraer el mineral. Se meten al territorio por el eslabón más débil de la cadena”. Así mismo, esa fuente indica que ninguna autoridad puede determinar cuánta tierra ha sido afectada por ese tipo de explotación aurífera.
Por esa razón, las autoridades de los Consejos Comunitarios Afro han hecho jornadas de capacitación y concientización a los miembros de sus comunidades, para que vean las consecuencias negativas de la minería ilegal, y no dejen acabar el territorio a cambio de un puñado de billetes. “En un momento la gente estaba dividida sobre los beneficios de la minería, pero finalmente llegó a la conclusión de que no valía la pena sacrificar la tranquilidad y la fauna. No es lo mismo que una retro saque todo en poco tiempo, a la extracción diaria y sin daño al medio ambiente que le sirve a toda la comunidad”, cuenta alguien que participó en uno de esos talleres.
Tras haber superado la violencia y los flagelos causados por la explotación del oro siglos atrás, las nuevas generaciones de afrodescendientes vuelven a sentir temor por la codicia que despierta ese mineral. Más que una bendición de riqueza del territorio, ahora es una maldición que amenaza con destruirlo.