A `Colombia` lo encontraron a un lado del camino que lleva al mar, entre Turbo y Necoclí, tirado en una platanera con los brazos levantados, como pidiendo auxilio. Nadie se extrañó de su muerte porque él mismo ya la había anunciado, y hasta había dicho quién iba a cometerla. Cinco meses antes, el Estado le había devuelto las 38 hectáreas de tierra que los paramilitares le robaron a su padre en la vereda El Tigre, corregimiento de El Totumo, en el golfo de Urabá. Aquel fue un día feliz.
Él y su familia, acompañados por unas cuarenta personas, caminaron hasta el predio devuelto, a tres horas de camino del casco urbano, y tomaron posesión entre abrazos, canciones y un sancocho de gallina que alcanzó para todos. Era tanta la alegría que ya nadie se acordó de las amenazas de Jairo Humberto Echeverry Bedoya, el terrateniente de la zona, dueño de 1.000 hectáreas de campo en la parte oriental del golfo. El hombre les había salido al paso y les advirtió que si insistían en llegar hasta el predio devuelto, que él contaba como suyo, «no respondía».
Ya tarde en la noche, en medio de la celebración, bajo un cielo de estrellas amontonadas y cocuyos titilando entre el pasto, con el resplandor del mar allá muy lejos, `Colombia` les mostró el lugar donde los paramilitares fusilaron a su padre y a su hermano. Él logró escaparse y ya nunca más volvió, hasta esa noche, trece años después. El gobierno acababa de entregarle un documento a `Colombia` en el que aparecía su nombre: Albeiro Valdez Martínez. Era el acta de restitución, y él feliz se la mostraba a todos como si fuera un diploma de graduación.
En el papel, el Estado se comprometía a «acompañar a su familia en el restablecimiento de sus derechos, así como a prevenir nuevos hechos violentos». Era letra muerta. Firmaban el documento Eduardo Pizarro, presidente del Comité Nacional de Reparación y Reconciliación (Cnrr); Jaime Jaramillo Paneso y Gerardo Vega Medina, ambos miembros del mismo comité; Sandra Rojas Manrique, defensora del Pueblo; Nubia Hoyos Ardila, asesora del Ministerio del Interior y de Justicia; y Jairo Herrán Vargas, personero de Medellín. Las firmas de algunos de los funcionarios parecen autógrafos de futbolistas, con trazos amplios, importantes, y hasta ahora inútiles.
Una tarde, apenas días después de aquella fecha, dos hombres armados tocaron a la puerta de `Colombia`. Le dijeron que su tierra ya tenía dueño, que no se hiciera matar. Se identificaron como miembros de las temidas Águilas Negras. Historia repetida: en total, 1.400 familias, unas 7.000 personas, están esperando la devolución de sus parcelas en Urabá. Hasta ahora solo 70 predios, de más de 1.000 que se calculan en poder de testaferros de paramilitares, han sido regresados a sus legítimos propietarios. Pero la devolución nada garantiza. Fue el caso de `Colombia`: en diciembre, después de la visita de los dos hombres armados, el campesino logró que el vicepresidente Francisco Santos lo atendiera. Fue una especie de cónclave en la oficina del director regional del Sena en Apartadó. Allí también estaban Jaime Jaramillo Paneso, comisionado del Cnrr; Alexandra Parra, asistente privada del vicepresidente; y Hernán Giraldo, comandante de la XVII Brigada del Ejército. A Santos se le ocurrió que hablaran con el terrateniente acusado de las amenazas y le advirtieran que nada podía pasarle a `Colombia`. Lo dijo así, muy decido. Entonces lo llamaron desde el celular del comandante de la XVII Brigada y pusieron el teléfono en alta voz.
«Cuidado le ocurre alguna cosa a este campesino porque eso sería muy grave», le dijo el oficial en presencia de todos. Echeverry Bedoya, advertido de que allí estaba el mismísimo vicepresidente de la República y otros tantos funcionarios, saludó a los asistentes con educación y recordó que entre ambos ya había una conciliación, que no había de qué preocuparse. Pero `Colombia` no quedó tranquilo y exigió que le dieran protección, entonces accedieron a hacerle un estudio de riesgo para saber si le asignaban escoltas. El veredicto fue que su nivel de peligro era «ordinario», el mismo de un vendedor de periódicos.
El 10 de mayo de 2010, cinco meses y 18 días después de que Estado le devolvió las 38 hectáreas de tierra que los paramilitares le quitaron a su padre asesinado, Albeiro Valdez Martínez fue hallado muerto. Se sabe que horas antes el campesino asistió a una reunión con las Águilas Negras en zona rural de Turbo, lugar al que fue citado para que explicara sus nexos con supuestas organizaciones defensoras de derechos humanos. A sus vecinos del Totumo les dolió la noticia, pero nadie se mostró sorprendido. Ni siquiera con todo lo que pasó después.
En el acta del levantamiento, los peritos de la Sijin afirmaron que las características del cuerpo, tirado a un lado del camino, con signos de arrastre y golpes en brazos, cabeza y espalda, permitían establecer que la causa de su muerte era violenta. Sin embargo, el médico legista que firmó el certificado de defunción como muerte violenta, horas después cambió su dictamen por muerte natural. Aún faltaba una última agresión.
El 25 de junio de 2010, a las 9:30 de la mañana, luego de una visita al predio, «y tras constatar que no se encontraba nadie allí ni quien opusiera resistencia», el alcalde encargado del municipio de Necoclí, Edelfred Villalobos Ortega, firmó un acta de devolución de las 35 hectáreas a un nuevo propietario a partir de la fecha: el terrateniente Jairo Humberto Echeverry Bedoya. Así va el país en los días de sus fiestas patrias. Y cualquiera que pase por el cementerio de Turbo lo puede constatar:
Albeiro Valdez Martínez fue enterrado sobre las tumbas de su padre y su hermano también asesinados. Como casi nadie lo conocía por el nombre, los familiares escribieron su apodo sobre el cemento fresco para que todos estuvieran seguros de que ahí, a 300 pasos del mar, por decisión de los hombres y no de Dios, yace `Colombia`.