Tuve la fortuna de entrevistarla cuando vino, en el año 2000, al Primer Encuentro de Escritores Iberoamericanos, que bajo el lema ‘El amor y la palabra’, organizaron Belisario Betancur y Dalita Navarro para reunir, en un momento estelar e irrepetible, a decenas de escritores traídos de todos los rincones del habla castellana. Aquí están algunos esbozos que retratan a la escritora, a la periodista, y, sobre todo, a la mujer más valiente, sencilla, divertida y dulce que he conocido.
¿Qué le pareció Ciudad de México cuando llegó, en 1942?
Una pirámide de naranjas. En la Segunda Guerra Mundial yo era muy niña, pero recuerdo que nos daban un vasito de agua y la mitad de una naranja para exprimirla allí. En México me encontré con calles atestadas de pirámides amarillas de naranjas que daban un jugo maravilloso. Era como beberse el sol.
¿Aprendió rápidamente el español?
Aprendí un español campesino y decía “nadien” o “vide”. Risa. Me tenían que corregir porque lo aprendí con las nanas que eran pura bondad y estaban llenas de esa ternura que saben dar los mexicanos más pobres.
Usted es de mente abierta y liberal. ¿Le molestó estudiar con monjas?
No, fue bonito, porque eran unas monjas gringas, medio charritas y simpáticas y siempre sabíamos qué comían, porque si era Berry-Pie, por ejemplo, tenían los labios morados. Nos enseñaron a rezar, a creer en el infierno y nos remachaban ese sentimiento de culpa que las mujeres arrastramos desde siempre. Yo creo que la culpabilidad es la mejor arma de tortura contra nosotras desde que estamos niñas, porque vivimos entre “noes” y cuando nos rebelamos y decidimos que sí queremos algo y que podemos lograrlo, nos encontramos con que ya nos han roto y nos han barrido del alma muchísimos papelitos de colores, haciéndonos creer que ninguno es para nosotras.
Veo que es feminista militante…
Sí, totalmente, y a medida que avanzan los años lo soy más. México, donde somos el 52 % de la población, se caería en pedazos sin las mujeres, que somos el elemento aglutinador. Los hombres, como usted bien lo sabe, son de “pisa y corre” como los gallos. Hacen muchos hijos con una mujer que luego los cría y los levanta en medio de grandes sacrificios, mientras el hombre anda por ahí, conquistando a otras. Algo se ha conseguido, pero las mujeres que logran llegar es porque siguen los cánones impuestos por los hombres.
¿Es cierto que jamás entrevista a alguien que no admira?
Yo tengo que conocer bien y admirar al personaje, mirarlo en su vida cotidiana y adivinar sus gestos, sus sentimientos y sus presagios. He entrevistado a algunos políticos a quienes odio cordialmente, pero obligada cuando mis jefes me daban una orden y siempre maldiciendo mi mala suerte.
¿Cómo ve la relación entre periodismo y poder?
La distancia con ‘El Príncipe’ es esencial porque el contubernio entre periodismo y poder es perverso.
No debió ser fácil su iniciación en el periodismo…
Es cierto, empecé en 1953 cuando a las mujeres nos refundían en la sección de sociales para registrar bodas, cocteles y muertos, una discriminación insultante. Y nos tocaba “bajar faldas”, o sea, alargar con un plumoncito y tinta china las faldas de las señoras en las fotos, porque seguramente la dirección tenía pánico de que se les vieran los calzones, o yo qué sé. Risa.
¿Cómo logró dar el salto a sus famosos reportajes?
Pues en México había una sigla: MMC, que quiere decir “Mientras Me Case”. Significaba que las mujeres iban a trabajar solo para pescar marido. Un prejuicio denigrante y antifeminista, de manera que había que ganarse la permanencia con paciencia. Y aguantándote las ganas de pelear porque no faltaba quien dijera que si una mujer tenía buen puesto es porque era “una artista del colchón”.
Ha tenido grandes éxitos literarios, pero no deja el periodismo…
Sí, he escrito novelas, cuentos, poesía, pero vivo atrapada en el periodismo. Hoy un poco menos, pero cuando hay una catástrofe en México, la gente me hace “manita de puerco” y yo me siento obligada y, ahí voy.
Su familia llegó, con la ola de inmigrantes que huían de las guerras europeas, a un México que los acogió con generosidad. Hubo cientos de artistas, intelectuales y científicos que luego irradiaron su talento a las artes, la ciencia y la literatura mexicanas. ¿Conoció a algunos?
Cuando yo me inicié en el periodismo había mucha de esta gente que usted menciona. Hice entrevistas con muchos españoles admirables que huían de la Guerra Civil y también a muchos mejicanos de gran calado como Clemente Orozco y Alfonso Reyes. O el pintor Diego Rivera, que tenía una panza como yo no había visto otra.
¿Lo entrevistó?
Sí. Yo no sabía qué preguntarle y como vi que tenía unos dientes chiquiticos le dije: “¿Sus dientes son de leche?”. Me contestó: “Sí, son de leche y con ellos me como a las polacas preguntonas”. Risa. Yo era bastante ingenua y siempre estaba metiendo la pata, de modo que volví a preguntarle: “¿Y por qué son de leche?”. “Ah, porque mi mamá fue una cabra, que me alimentó”, dijo. Puede parecer un poco charro, pero mis entrevistas conquistaron un público al que le gustaba ver qué barbaridades iba a preguntar esta ignorante que no sabía nada. Risa.
¿Cómo era Rivera?
Era muy feo y olía a chivo.
¿Con qué escritores famosos tuvo amistad?
Con Octavio Paz y Carlos Fuentes, que eran más jóvenes, pero también con unos viejos maravillosos y entrañables como Alfonso Reyes y Luis Buñuel, que hacía unas películas rebuenísimas.
En su libro de memorias, ‘Mi último suspiro’, Buñuel cuenta que preparaba unos Martinis “de película”…
Era cierto, pero como Luis era muy coda (avaro), tenía la botella de ginebra encerrada en el refrigerador con un candadote. Risa.
¿Dónde surgió su gran amistad con el escritor colombiano Álvaro Mutis?
En el Palacio de Lecumberri, la cárcel del D.F. Un homosexual preso me escribió invitándome a ver una obra de teatro basada en la historia horrible de un interno llamado El Cochambres. Yo pasaba frente a unos barrotes y oí un grito desesperado: ¡Elena! ¡Elena! Era Álvaro Mutis vestido con su traje de cárcel, flaco, flaquísimo, pero guapísimo. Iniciamos una gran amistad y nos cruzamos muchas cartas entre 1958 y 1959 cuando lo liberaron. En esa época era un hombre muy dolido, pero sin rencores.
¿Influyó ese encierro en su obra?
Esa es una experiencia que uno no le desea a nadie, porque jamás se podrá reponer ni un minuto de vida perdida en el infierno. Pero creo que esa experiencia en el fondo fue buena para él porque nutrió y enriqueció mucho más su sensibilidad exquisita.
‘Hasta no verte Jesús mío’, ha tenido decenas de ediciones y traducciones a otros idiomas. ¿Es un retrato y una denuncia del México marginal?
Sí, algunos temas me caen, y yo digo: “¡Ay!, ¿el cielo qué me mandó?”. Jesusita Palancares, la protagonista, estuvo en la Revolución y es una de las mujeres más valientes que he conocido. Era chiquitica, con una fuerza enorme, como una llamarada de fuego vivo. Le pedí entrevista y me dijo una grosería tan enorme que no puedo repetirla aquí. Fui a verla muy lejos y me puso toda clase de pruebas hasta que al fin accedió a platicar conmigo. De allí surge esta historia.
¿Cómo escribió ‘La noche de Tlatelolco’, sobre la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, en 1968?
Fui a las 6:00 de la mañana del otro día y me impresionó mucho ver decenas de zapatos de mujeres y de niños tirados por todas partes. Las puertas de los elevadores tenían perforaciones de ametralladoras y todavía estaban allí los tanques de guerra. Había un clima de opresión y de horror. Me impactó tanto, que quise reunir voces diversas que resultaron indignadas, solidarias, quejumbrosas, airadas o indiferentes, en un testimonio colectivo y fidedigno de los hechos. Las más valientes eran las madres de las víctimas, que contaban sin miedo todo el horror, y decían: “Si ya perdimos nuestros hijos, ¿qué más nos pueden quitar?”.
El terremoto que casi destruyó el D.F. en 1985 también fue una experiencia terrible…
Tremenda. Escribí ‘Nada, nadie. Las voces del temblor”. Cuando mi padre y mi madre me hablaban de la guerra en Europa, yo la sentía muy lejana, pero cuando me tocó cubrir los estragos del terremoto viví mi propia guerra frente a cientos de casos atroces. Los edificios estaban tan mal construidos que no resistieron. Hubo hospitales con salas de maternidad derrumbadas que aprisionaron a mujeres en el momento de dar a luz. Muchos niños sobrevivieron porque estaban todavía en la negrura de la placenta y podían alimentarse, pero también hubo madres desesperadas que ahorcaron a sus bebés y se suicidaron. Asistir a todo eso fue muy duro, así como comprobar después que la mayor parte de la destrucción se debió a la corrupción porque, para robarse la plata, los constructores ‘ahorraron’ poniendo materiales de segunda.
¿En su caso, cómo ha manejado la fama?
Yo soy una gente que está en su casa escriba que escriba, a la que le gusta platicar con todo el mundo, pero que no tiene problemas de éxito, para nada. Si acaso me reconocen en el supermercado, me preguntan: “Oye Elenita, ¿qué papel del excusado compro: Pétalo o Kleenex?”. Compra Pétalo que es más barato, digo. “¿No estará rasposo?”. No, yo lo he comprobado. Y en eso va mi éxito. (Risa).