Cualquier día el río salió de las manos de Dios.
Antes no existían las llanuras ni las montañas,
y no había riberas ni vertientes,
ni pequeños valles para que las aguas descansaran de su agitado ir y venir,
ni precipicios para que cayeran en un abismo sin fondo.
Entonces el río comenzó a ir a ciegas
y a tropezar una vez y mil veces,
a enredarse en sus propias aguas y corrientes
y a avanzar por un camino sin retorno.
Era la época en que las cosas apenas comenzaban
y había terremotos y volcanes
y los continentes navegaban por las aguas del mar
como barcos abiertos con todas las velas desplegadas.
En medio de ese cataclismo
el río llegó a todas las regiones, se cobijó bajo todos los cielos,
fue él mismo bajo las aguas del mar
y él mismo al subir a las cumbres nevadas
a tratar de ser eterno bajo la mirada del sol.
Fue entonces cuando nacieron los hombres
que aprendieron a ir hasta sus orillas
a cumplir oficios tan sencillos como descansar o jugar a la pelota,
o inventarse lenguajes para poder hablar.
Junto a él crecieron palabras transparentes como la palabra agua,
o términos para soñar, como la palabra vuelo y la palabra camino,
y también la palabra muerte que es el vuelo que no termina jamás.
Poco a poco los hombres aprendieron a entrar en el río, a atravesarlo,
algunos se aventuraron a ir un poco más allá de la primera curva,
muchos se hirieron con las piedras del fondo
o hundieron los pies en las arenas o sintieron entre las piernas
la caricia estremecedora de las anguilas
o se dejaron llevar por la corriente hasta los remolinos,
donde terminaron por ahogarse
asombrados ante la fuerza misteriosa del conocer y el conocerse.
Así, el río fue la sed y fue el agua para saciarla,
fue el viaje y el hecho de embarcarse,
y la nave y el viento para correr entre las velas.
Cierta vez uno de ellos quiso ir hasta el límite.
Iba con la mirada que tienen los iluminados,
el cayado y la brújula y un zurrón para llevar los alimentos
y una honda para cazar y para defenderse del peligro.
“Ya volveré”, les dijo a los demás, “cuando sepa qué existe más allá del allá,
cuando vea con mis propios ojos qué esconden los meandros,
y compruebe cómo las lianas dejan caer su línea dorada desde las copas de los árboles,
para que en ellas las mariposas encuentren la forma de ser aéreas en su universo de colores.”
Entonces comenzó a pasar el tiempo hasta que todos lo olvidaron.
De vez en cuando alguien tenía sobre él una memoria trémula,
que no lograba precisar ni el por qué ni el para qué de un viaje,
que en el oficio de los términos alguien llamó odisea,
palabra que, tal vez, quiera decir viaje en el laberinto.
Pasaron trescientos años, quizás uno más, uno menos,
hasta que cierto día un hombre quiso entrar a una casa que no era su casa.
En la mirada tenía la visión de las aguas profundas,
y su barba estaba poblada de ramas secas y de arbustos,
las orejas le habían crecido para oír los sonidos del mundo,
y sus palabras decían cosas olvidadas por todos,
como catalejo o astrolabio o rosa de los vientos.
“Soy el que fui”, dijo el hombre ante los ojos asombrados
de quienes recordaban haber oído hablar de él, como una leyenda,
que venía desde el tiempo de los abuelos de los abuelos de sus padres.
“No alcancé a llegar hasta el fin del mundo que es el sitio donde termina el río,
pero en él conocí el fuego misterioso que abriga el corazón de la mujer,
y fue en ese corazón donde me sumergí en un misterio infinito;
estuve, también, con los cíclopes y con los unicornios;
en la tribu de los reducidores de cabezas
me senté al pie del estrado donde escriben los autores de dogmas y de doctrinas,
y allí comprobé que sus palabras provocan cambios en el curso del río,
que se ve obligado a buscar senderos donde el aire no esté contaminado,
y vertientes donde no haya espejismos.”
“He acumulado en mí –dijo el hombre– el conocimiento del mundo.
Debo escribirlo para que quienes vengan después no pierdan esa memoria.
Tal vez me demore doscientos años o más en terminarla,
pero en ella estará todo lo que es necesario saber,
desde la existencia de Dios, al que llamaré con todos los nombres conocidos,
hasta los elementos, y las leyes de la física y de la botánica.
Comprobaré que la Tierra es plana y que está en el centro de la creación,
que el hombre es a su vez el centro de ese centro, y que su conciencia
es la que impulsa lo creado y lo que aún está por crearse;
describiré los animales, las categorías de los ángeles, los círculos del infierno;
precisaré las leyes naturales y me extenderé sobre el trivium y el quadrivium,
diré qué es verdad y, al hacerlo, le pondré fin a los cismas y a los sofismas,
cualquiera tendrá sobre su mesa el río que recorrí palmo a palmo,
al abrir sus páginas encontrará las selvas y las estrellas
y oirá los vientos huracanados y las tempestades que se levantan en el centro del mar.”
El hombre selló sus labios y se dedicó a su tarea.
En un comienzo todos veían la lucecita de su habitación encendida hasta la madrugada,
pero poco a poco fueron olvidándolo mientras cada cual se dedicaba a sus asuntos,
los campesinos a sembrar el trigo y a cosechar el milagro del pan en la cocina,
los herreros a forjar las coronas del rey y las herraduras de las bestias,
la muerte a distribuir las epidemias y a ahondar en el dolor y la miseria.
Mucho tiempo después (como esta es una historia antigua
ya nadie recuerda las fechas ni las anécdotas),
un muchacho quiso atravesar el pueblo acortando camino por las habitaciones.
Al abrir esa puerta que nadie tocaba desde años inmemoriales,
una bocanada de aire fresco lo golpeó de lleno en el rostro y el pecho.
Allí estaba el hombre, recostado sobre su mesa,
y en el libro que tenía abierto ante sí se alcanzaba a leer la palabra “umbral”
escrita con caligrafía minuciosa. El muchacho llamó a los vecinos:
“vengan”, “vengan”, gritó a voz en cuello mientras del libro
salían las guacamayas de colores que sólo se conocen en los mares del sur,
salían Islandia y el Taj Mahal y la Tierra del Fuego,
y un conejo vestido de etiqueta consultando su reloj de bolsillo,
aparte de un globo aerostático y Louis Pasteur junto a su microscopio,
y la Muralla China aplastada por la solemnidad de los emperadores,
y el Réquiem escrito para sí mismo por un hombre joven que murió de fiebres reumáticas,
y la ballena blanca perseguida por un marino hundido en la demencia…
Después, cuando volvió la calma,
cuando cada una de las cosas hubo tomado su rumbo cierto y distinto
hacia el sitio que llegarían a ocupar en la memoria de los hombres,
surgió del libro una última figura. Era leve
y venía envuelta en la armonía de sus movimientos,
que salían de su fuerza interior, de su serena mirada profunda.
Ella era la brisa que detiene el curso de las tempestades,
la encrucijada que señala el mejor de los caminos posibles,
en sus brazos nacían los vientos alisios,
y su sonrisa era un rayo de sol sobre un magnolio cubierto de rocío.
“El conocimiento es infinito”, dijo con una voz tranquila,
que se oyó como el agua que fluye en los arroyos de los campos.
“Cada uno de nosotros lo seguirá como se sigue la corriente de un río que se bifurca.
Todos bajarán hasta su orilla, pero no todos se hundirán en sus aguas,
algunos lo remontarán con dificultad, pero los más irán corriente abajo,
sin que ninguno encuentre jamás su nacimiento o su desembocadura,
algunos avanzarán más que otros, algunos se sentarán en una piedra a contemplar el infinito,
otros sufrirán la desazón de quien sabe qué debe hacer pero no sabe cómo hacerlo.
Pasarán muchos siglos pero algún día llegará el tiempo
en que el hombre encontrará la mejor manera de enfrentar sus desafíos,
y habrá algunos que sabrán cómo ayudar a los demás a seguir su camino…”
Cuando su figura comenzó a esfumarse en el aire,
aquel que la amó por el sólo hecho de verla, quiso saber quién era,
y ella, con una voz que se perdió en el tiempo, alcanzó a contestarle:
“Me llamo Priscilla Welton. Fui maestra.”