“No es el odio el que hablará mañana, sino la justicia, fundada en la memoria”
Albert Camus (Actuelles)
La verdad será asunto angular al final del proceso de negociación que aspiramos concluya con éxito entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC, como también el que se haga con el ELN, que está en mora por comenzar.
Establecer la verdad, la exigen los víctimas y la requiere el país, será sin duda una catarsis y paso fundamental para arrojar los demonios y respirar la libertad que nos oprime el corazón.
El alma de la verdad será la justicia, y como decía Camus, “fundada en la memoria”.
Aquí hago memoria de cuatro personas amigas que entregaron su vida exigidas por el Evangelio y animados por un Concilio Vaticano II que los invitó a salir de los meandros de sus conventos y de sus templos parroquiales. Salieron a la realidad del país, a las luchas por la construcción de un mejor mañana, a los conflictos que se vivían en campos y ciudades.
La opción por los pobres fue la que los obligó a salir, eran hijos de la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano de 1968 realizada en Medellín. La Teología de la Liberación era su motor. Se unieron a los trabajadores por la justicia, tomaron las banderas de las comunidades que defendían la tierra y el territorio, levantaron su voz contra los atropellos que sufrían pueblos enteros ante intereses privados y públicos opresivos y codiciosos, bajo el amparo armado de toda índole: Estado, paraestado y guerrilla.
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Álvaro Ulcué, de la etnia Nasa (castellanizada Páez), era la voz de un pueblo, su ser era comunitario, su quehacer estaba dedicado al servicio de los suyos.
Para los indígenas la tierra es su fundamento, forma parte de su esencia, no se conciben separados de ella, por eso la llaman “madre tierra”; se nutren de ella, la cuidan, la respetan y la contemplan; no la miran como un instrumento a ser explotado, exprimido y arruinado. Cuando se ha querido enajenar por la codicia, cuando es tomada al amparo de los “señores de la guerra”, la resistencia se impone, los batones de mando se levantan, las mingas se multiplican, las marchas son masivas.
Álvaro como sacerdote se había convertido siendo joven en un anciano respetado y escuchado. No fue inferior a su responsabilidad. Fue un profeta que con voz clara denunció públicamente los atropellos y las injusticias que sufrían sus hermanos indígenas causadas por terratenientes que habían usurpado sus tierras ancestrales.
Yolanda Cerón, nacida en las montañas andinas nariñenses, asumió la causa de las comunidades afrocolombianas de la costa Pacífica. Pareciera que fuera a quebrarse como una porcelana, pero su coraje era férreo, su voz implacable, su exigencia descomunal. Las comunidades afro no podían perder sus territorios, tenían que asegurarlos a pesar de las intimidaciones, de las amenazas, de los atentados, de las masacres, de las alianzas politiqueras y militares entre los llamados legales e ilegales.
Yolanda contribuyó para que se titularan de forma colectiva 96.000 hectáreas de tierra para 9.000 personas.
Era inaudito que esta directora de la Pastoral Social de Tumaco se atreviera a tanto; las empresas del mal que codiciaban esos territorios no la perdonarían.
Alcides Jiménez, un campesino de ascendencia indígena, había nacido en la Bota Caucana, pero encontró su patria en el vecino Departamento del Putumayo.
Amaba la tierra frondosa, generosa y hermosa habitada por campesinos venidos de otras regiones huyendo del torbellino de la violencia que en la segunda mitad del Siglo XX había asolado sus tierras de origen.
El sacerdote profesaba un gran respeto por la naturaleza y un profundo amor por sus hermanos campesinos, mientras rechazaba la violencia, el reclutamiento forzoso de jóvenes, las fumigaciones aéreas, la siembra forzada de coca que destruía la selva.
Trabajó como un jardinero que cuida sus plantas, que aprende de ellas. Conquistó a los campesinos haciéndose amigo de ellos con gracia, con buen humor y rigor; era la concreción de la sabiduría del Suma Kausai, buen vivir.
Pero la codicia y violencia presentes en la región no tolerarían su talante, sus acciones y los logros comunitarios.
Tiberio Fernández había regresado a su región, entre valles y montañas, surcadas por el majestuoso rio Cauca.
Con la alegría de un hombre feliz, con el entusiasmo y coraje de un ser infatigable y valiente era un párroco en la calle, en la plaza, en las veredas, en la realidad que vivía y sufría la gente de Trujillo en el Valle del Cauca.
Los señores de la guerra, del narcotráfico, de la politiquería, de la corrupción estaban aturdidos por la irrupción de aire fresco y purificador, por la transformación que se estaba produciendo en las costumbres políticas, por la organización de grupos asociativos de los desheredados de la tierra, de los aparceros, de los recolectores de frutas silvestres, de los pequeños comerciantes, del fotógrafo de instantáneas de la plaza. La vida normal del pueblo se estaba volviendo normal.
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En la soledad, en el silencio, en el refugio de sí mismos, muchas veces ante el altar de su Creador, cada uno de ellos dudó, sufrió, lloró, pero con toda liberad decidió continuar la acción emprendida, con todas sus incertezas, que como dice Hanna Arendt: la acción es “como un recordatorio siempre presente de que los hombres (y las mujeres), aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar algo nuevo. Initium ut esser homo creatus est; “para que hubiera comienzo fue creado el hombre”, dijo Agustín. Con la creación del hombre, el principio del comienzo entro en el mundo; lo cual, naturalmente, no es más que otra forma de decir que, con la creación del hombre, el principio de la libertad apareció en la tierra”[1]
La opción asumida en profunda libertad, con dolor y sufrimiento como lo había hecho Jesús en el Monte de los Olivos, los preparó para el holocausto final.
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Álvaro estaba amenazado de muerte, sus hermanos indígenas de Toribío y San Francisco denunciaron en múltiples ocasiones el inminente peligro que corría: “Los ricos no nos comprenden este cambio que hemos iniciado y por eso es que lo odian… (y consideran como) un obstáculo hacia ellos en la región y por eso lo rechazan y por eso lo calumnian que el Padre es comunista, que es subversivo y hasta (de) asesino lo tratan, pero es porque no comprenden la luz del Evangelio”[2]. En otro comunicado denuncian de nuevo: “El 21 de julio (de 1984), los terratenientes y politiqueros Saulo Medina y Tulio Navia irrespetaron y amenazaron al Reverendo Padre Álvaro Ulcué (se propusieron) mover a la gente en el pueblo, para prevenirlos contra el Cura Párroco y las Hermanas de la Madre Laura, diciéndoles que son ellos quienes mandan a los indígenas a invadir la tierra”[3]
El 10 de Noviembre de 1984 el sacerdote indígena tomo su campero rumbo a Santander de Quilichao, al despedirse de su equipo de trabajo y amigos cercanos, dijo con un deje de nostalgia y de tristeza: “Me siento como cansado, pero ya ven, no es el momento de descansar, falta mucho por hacer…viajar, caminar, trabajar, eso es la vida, pero el Señor no nos abandona, sigan trabajando mientras nos dejen trabajar… este es un viaje larguito, pero ustedes sigan trabajando. Eucha” (es decir Adiós, es español).
A las 8:30 de la mañana, mientras le abrían la puerta del albergue Santa Inés en Santander de Quilichao, dos sicarios que lo habían seguido lo acribillaron al interior del vehículo.
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Yolanda fue a Europa a agradecer la solidaridad que recibían las comunidades del Pacífico en su lucha por sus territorios y también a denunciar la violación de derechos humanos que sufría la región del Pacífico, las amenazas de muerte que se multiplicaban en su contra, la alianza de militares con paramilitares, la corrupción y la politiquería de las administraciones municipales. Estaba amenazada, lloró ante sus amigos, pero regresó a Tumaco.
El 19 de Septiembre del 2001 Yolanda trabajó toda la mañana en su oficina de la Pastoral Social, ubicada en el corazón de Tumaco. Los asesinos estaban esperando en una cafetería al frente de la salida de la oficina. Pablo Sevillano había dado la orden de asesinar al menos a 120 personas, entre ellas, a “la monja Yolanda Cerón”; de hecho asesinaron a más de 150 personas por orden del jefe paramilitar, hoy extraditado a los Estados Unidos.
Yolanda salió de su oficina a espaldas de la Iglesia La Merced, tomo la acera que bordea el templo y llegó al atrio, estaba al frente del Parque Nariño atestado de gente que se protegía del sol canicular bajo los árboles frondosos. Sobre el atrio a los 12:15 del medio día fue acribillada por dos sicarios que huyeron en moto hacia el aeropuerto para tomar un vuelo a Cali a las 2:00 de la tarde. A las 5:00 de la tarde la Infantería de Marina y la Policía hicieron retenes en búsqueda de los asesinos.
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El 11 de Septiembre de 1998 era el último día de la Semana por la Paz. De forma inusual, Alcides había recibido una visita antes del desayuno de personas desconocidas. Desde ese momento no fue el mismo, su temperamento jovial y extrovertido cambió drásticamente, se aisló de la gente no obstante estar rodeado de ella.
Eran las 6:00 de la tarde, con la Eucaristía se daba fin a la Semana por la Paz. La celebración comenzó; la liturgia de la palabra concluyó con una breve predicación. Llegó el momento del ofertorio, el sacerdote se puso nervioso, empezó a decir cosas incoherentes, a balbucear, al frente tenía a los sicarios que le dispararon sin hacer blanco; una anciana trató de interponerse entre él y los asesinos, fue herida. Alcides se protegió con el Misal que fue destruido de un disparo, corrió a la sacristía y alcanzó el patio de la casa cural, allí fue ultimado cuando estaba abrazado a un árbol de zapote.
Todo parece indicar que la guerrilla de las FARC no quería dejarse quitar el liderazgo del sacerdote que denunciaba sus métodos coactivos e intimidatorios en el reclutamiento de jóvenes y en la imposición de la siembra de coca.
El 17 de abril de 1990, Tiberio Fernández, su sobrina Alba Isabel y dos personas más fueron desaparecidos cuando se transportaban en el vehículo de la parroquia, después que Tiberio había presidido las exequias de su amigo, Abundio Espinosa, que había sido asesinado. Entre 1988 y 1994, se registraron 342 víctimas de homicidio, tortura y desaparición forzada en Trujillo, Río Frío y Bolívar, áreas de trabajo de Tiberio.
El sacerdote y sus amigos fueron conducidos a la hacienda Villa Paola, propiedad del narcotraficante y paramilitar Henry Loaiza. Las víctimas sufrieron innumerables torturas. El Cura Párroco fue obligado a presenciar los padecimientos de cada uno de sus acompañantes. A su sobrina la violaron y mutilaron sus senos, a Tiberio lo castraron, su cuerpo descuartizado fue rescatado del rio Cauca días después, su cabeza nunca apareció, como tampoco los cadáveres de sus compañeros de viaje.
Por esta masacre el Estado colombiano fue condenado en 1995 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos tras un proceso interpuesto por el P. Javier Giraldo, la Hermana Maritze Trigos, la Asociación de Familiares de la victimas de Trujillo y el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. La responsabilidad por acción de los miembros de la Fuerza Pública en los hechos principales de la masacre de Trujillo (Policía y Ejército) no fue periférica, sino central. Las órdenes para la comisión de los crímenes fueron proferidas directamente por el mayor Alirio Ureña, el paramilitar el Tío y Henry Loaiza (El Alacrán).
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La opción radical para que justicia fuera tomando rostro, para que la libertad no tuviera ataduras, para que la democracia no fuera letra muerta, para que las víctimas volvieran a sus tierras, para que la educación y la salud fueran dignas, para que la impunidad, opresión y corrupción no continuaran campeando, ha tenido momentos de crítica e incomprensión en los círculos cercanos a estos mártires: “si hubieran hecho caso, todavía estuviera entre nosotros”; “lástimas que la mataron por frentera”; “ojalá hubiera sido más prudente, no habría terminado como terminó”; “todavía estaría viva haciendo mucho bien entre nosotros”.
Su muerte no tiene que ver con su imprudencia, ni con ser “bocasuelta”, ni por ser arriesgado/a, ni por falta de tacto; es producto de la injusticia, de la inequidad, del abandono estatal, de las alianzas criminales, de las ambiciones desmedidas, de la politiquería, de las estructuras del mal que luchan por mantenerse e incrementar su poder a toda costa.
Las decisiones que tomaron, los trabajos que emprendieron continúan desarrollándose, sus enseñanzas perduran, su memoria vive.
Su presencia la encontramos cuando nos hacen falta, cuando sentimos su ausencia, cuando nos alegramos por los inmensos y pequeños momentos que vivimos con ellos y ellas. Pero con todo, nos atraviesa un gran dolor y tristeza: estos amigos y amigas hoy no están con nosotros.
Bogotá, Mayo 7 de 2014.
[1] Arendt, Hanna, Labor, trabajo, acción, en De la historia a la acción, Ediciones Paidós, Barcelona, 2008, pág. 107.
[2] Beltrán Peña, Francisco, La utopía mueve montañas, Álvaro Ulcué Chocué, Editorial Nueva América, Bogotá, 1989, pág. 205.
[3] Ídem. Pág. 205.