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Camino de guerra y de resistencia indígena

By junio 3, 2010noviembre 9th, 2024No Comments
Camino de guerra y de resistencia indígena

Recién nombrado párroco de El Carmen de Atrato (Chocó), el padre Albeiro Parra subió a la comunidad de La Puria y el cabildo (especie de alcalde) le dijo que la comunidad se quería confesar. Él pensó que serían dos o tres, pero su sorpresa fue grande al ver más de 200 filados y más aún cuando unos hacían acto de contrición por haber cortado un árbol, otros por atentar contra pájaros, por contaminar el agua o por matar a peces pequeños.

Esta anécdota, de 1991, ayuda a entender mejor ese vínculo umbilical con la naturaleza por el cual, en la década de los 90, mientras entre 185 mil (según Acción Social) y 240 mil chocoanos (de acuerdo con el defensor del pueblo regional, Víctor Mosquera) se desplazaron por el conflicto armado, 21 comunidades asentadas en la carretera entre Quibdó y el sitio El Siete (en jurisdicción de Carmen de Atrato), se negaron contra viento y marea a irse.

«El camino de la guerra», así llama el sacerdote Parra a los casi cien kilómetros de este que es el trecho de la vía hacia Medellín, porque lo han pisado prácticamente todos los grupos armados. El padre calcula que por acá pueden haber perecido unas 300 personas y más de 2.500 se desplazaron. Él los conoció a casi todos y es capaz de recordar por los nombres a muchos.

El Tiempo y Reporteros de Colombia recorrieron con el padre Parra estas postrimerías del país y vieron las huellas de un conflicto que sigue vivo.

En el sitio El 18 hay una capilla abandonada, varios esqueletos de casas enmohecidas por la lluvia constante, pisos de cemento enmalezados y una cruz maltrecha. Luego, las estampas ruinosas se repiten hasta arribar a El Carmen de Atrato, en límites con Antioquia.

«Desde El Siete hasta Quibdó no había donde uno pudiera tomarse un tinto: la gente aguantaba mucha hambre en esta vía», cuenta Parra, quien conoce como nadie las historias de pequeños pueblos que desaparecieron con cada quema de carros, asesinato o combate. Así, los colonos paisas y negros fueron desocupando.

Sólo los emberas se quedaron por no abandonar su Pacha Mama (la Madre Tierra), en una lucha que aún no termina. Todo porque la tierra para ellos no es un simple pedazo que se vende y se compra. En su cosmovisión, es además el aire, los animales y las plantas. Es la madre que les facilita el alimento y el aliento para existir. Irse tiene unas implicaciones mayúsculas para la subsistencia física y cultural.

Varias comunidades, como la de El 21, sí se desplazaron pero siempre en conjunto y no hacia las ciudades sino a comunidades de la misma área, lo que les permitió continuar con sus prácticas ancestrales. Que hablaran lenguas diferentes nunca fue obstáculo a la hora de solidarizarse entre los chamíes, katíos, dóbidas y wounnan.

En El 18 queda uno de los poblados más grandes, y baluarte de esa epopeya. Está conformada por 130 embera chamíes (gente de montaña, en su lengua). Algunas casas de madera y zinc le dan el frente a la vía, pero para llegar al centro del resguardo uno se adentra por una carretera destapada que llega al río Atrato. El corazón del poblado es un tambo que, en días ordinarios, cumple como colegio y en los fines de semana se convierte en el `coliseo` de reuniones para tomar decisiones importantes.

El profesor indígena Luis Alberto Estévez recuerda que cada vez que había cerca un enfrentamiento de la guerrilla con el Ejército o de la guerrilla con los `paras`, se apretujaban dentro de los escasos 100 metros de diámetro que tiene la construcción y en las pocas casas que la circundan, hasta que `bajaba la marea` o que los líderes convocaban al Estado y organismos internacionales.

Como en el principio de los tiempos, en El 18 los problemas se discuten entre todos, la huerta comunitaria se roza en minga y el producto se usa para mantener los caminos y emprender obras de infraestructura.

A las mujeres les imponen trabajos comunitarios si hablan con forasteros, mucho más si establecen con ellos relaciones sentimentales, y más si son armados. Así suene extraño, lo explican como una clave para que entre unas 280 comunidades chocoanas, esta sea tal vez la que más preserve su modo de vida, aun estando tan central.

Un problema que les deja cicatrices imborrables es el confinamiento. En nueve años tuvieron por lo menos cinco temporadas largas metidos en los tambos sin cosechar, pescar ni cazar, aterrorizados por la presencia de los armados. Tequia asegura que 15 niños han muerto de física hambre en un lustro.

Sabaleta, baluarte de resistencia

La queja por el hambre se asemeja al clamor de Sabaleta, otro enclave chamí de 502 habitantes y con una mayor cercanía a El Carmen que a Quibdó. Su apariencia es de un pueblo de película del oeste, con casas de madera, sólo que sin cantina. Se concentra en un valle amplio que forma el Atrato, a unos metros de la carretera. El resguardo completo comprende más de 600 hectáreas; no obstante, apenas el 20 por ciento es cultivable.

Los Embera que lo componen piensan que la causa de sus males es que Zhico Wadra, el espíritu de los alimentos, huyó espantado por la guerra y con él se fue la savia que nutría el maíz, el plátano, el ñame, las guaguas, venados, los cerdos, gallinas, el pescado y los demás frutos de la tierra.

Primero fueron las incursiones de la guerrilla, los paramilitares y el Ejército y, cuando la dejaron abandonada en junio de 1998, por huir del riesgo, la Madre Tierra se acabó de entristecer.

El pueblo entero se refugió en El Carmen hasta que los niños y los ancianos se enfermaron con la dieta de enlatados. En diciembre de ese mismo año emprendieron el retorno, acompañados por la Alcaldía y la Diócesis de Quibdó, con la convicción de que jamás habría otro éxodo. Y se han mantenido agarrados a ella con la fortaleza del roble.

El costo ha sido alto y las tácticas de resistencia variadas, porque ha habido hasta bombardeos en las inmediaciones, les han destruido el puente peatonal que les permite cruzar el Atrato hacia sus áreas de caza y cultivo y han matado a gente en frente de los niños. Concentrarse en vez de construir casas separadas los ha hecho menos vulnerables. Tampoco descartan la efectividad de los ritos de los jaibaná para llamar a los jai (espíritus) de la prosperidad y alejar los de la guerra; son verdaderas fiestas multitudinarias con flores silvestres, comida abundante y, por supuesto, hierbas mágicas.

Últimamente, están afilando el `arma` de la memoria en garantía de que la historia no se repita. Mientras sus cinco únicos jaibaná realizan pasantías donde sus pares de Riosucio para recargar poderes, los niños ensayan dramatizaciones con las escenas tormentosas que sortearon sus padres y hermanos.

El padre Albeiro Parra los acompaña con sus oraciones, pues sabe que la permanencia de los indígenas es estratégica para que los negros y los mestizos que salieron se animen a retornar, y así, reviva la vía.

NÉSTOR LÓPEZ LÓPEZ
Enviado especial de El Tiempo
Chocó

*Reporteros de Colombia es un programa de la Pontificia Universidad Javeriana, Medios para la Paz y el CINEP-Programa por la Paz que forma a periodistas para el cubrimiento responsable del conflicto armado.