No son de extrañar el entusiasmo y la voracidad que se vivieron habiendo alcanzado el precio del oro la fabulosa cifra de US$2.000 la onza troy, y estando Colombia, como dijo Cristian Samper —director del Smithsonian Museum—, sentado sobre una montaña de oro. Una agitación similar se vive desde hace unos cinco años en los ríos San Juan, Telembí, Dagua, entre otros. Una vez que las dragas de las antiguas compañías, como la Chocó Pacífico, abandonaron los ríos, el mazamorreo regresó con almocafre y batea. No era mucho el oro que lograban atrapar, pero era suficiente para las comunidades negras que consideran ese metal un regalo de Dios en compensación por 400 años de esclavitud. A medida que subía de precio, los narcos y paramilitares encontraron que la actividad no les servía para lavar sólo oro, sino también dólares. También las guerrillas y los que quisieran hacer fortuna de la noche a la mañana pusieron su entable. Miles de retroexcavadoras abrieron huecos enormes en los ríos y quebradas que “pintaran”; se crearon compañías; se solicitaron licencias; se pagaron trámites; se corrompieron funcionarios de Ingeominas y de las Corporaciones Autónomas de Desarrollo, alcaldes, agentes del orden. El dinero rodó. La información minera georreferenciada sobre yacimientos y minas de oro y platino llegaba a las juntas directivas de las grandes compañías. Comenzó el festín. Se han entregado 9.000 títulos mineros, el 4% del territorio nacional; y hay 20.000 solicitudes, el 20%. El 30% de los títulos fueron otorgados a compañías antioqueñas. No todos para la explotación de oro, es cierto, pero muestra la codicia de empresarios y la corrupción de las autoridades. Colombia explota unas 40 toneladas de oro al año, o 1,5 millones de onzas troy, es decir, US$3.000 millones. No es posible saber si todo ese oro procede de nuestras minas porque, como lo denunció Mancuso —que tiene por qué saberlo—, una parte es comprado en Panamá, entra al país como producido en Colombia y termina en las bodegas del Banco de la República.
El Gobierno clasifica la minería del oro en dos categorías: legal e ilegal, y les ha declarado la guerra a estas últimas. No distingue entre la pequeña minería artesanal y la minería de draga, lo que permite que las dos modalidades presenten un frente común, entre otras cosas porque en los “cortes de trabajo” las retros acceden a que marginalmente los barequeros metan la batea. No tardarán movilizaciones de barequeros contra el Gobierno y a favor de la minería ilegal, que no sólo necesita solidaridad local, sino armas. De ahí que los paramilitares —o como se llamen— y las guerrillas entren en la danza también. Son la seguridad del negocio. Para rematar, las grandes multinacionales piden reglas claras para invertir. Exigen definir en qué zonas se puede o no destrozar el entorno, simplificar la regulación ambiental para meterles la mano a los páramos y liquidar ese fastidioso requisito llamado consulta previa. El Gobierno deberá comenzar por sacar de las zonas que las multinacionales saben ricas la minería ilegal, incluida la artesanal. ¿Cómo podrían trabajar con tanta gente dentro de sus enclaves? Este conflicto encenderá la mecha. Dados el tamaño del cerro de oro en que estamos sentados, la debilidad del Estado para regular la actividad aurífera, la trinca conformada por el “cartel de la retro” y narcotráfico, la corrupción y la venalidad de los agentes del orden legal, nuestro conflicto armado se desbordará —como se está desbordando— hacia este nuevo escenario bélico. Me temo que el problema minero tomará el lugar que hasta hoy ha tenido el problema agrario.
Tomado de El Espectador.com