Fue así como arrancó este viaje, renunciando al miedo que produce vivir en un país violento y despojando todos los prejuicios infundidos por quienes no han tenido la suerte de conocer a los chocoanos, abrimos la mente a otra Colombia, la de la selva, el río, la chirimía y la balsámica. Ya en Santa Cecilia se respira un aire diferente, los árboles y la niebla se funden en la mañana, las montañas confabulan contra el renombrado desarrollo y dejan caer golpes de autoridad a lo largo del trayecto, mientras tanto, el San Juan se hace presente, sus aguas nos conducen confundidas entre la deforestación al municipio de Tadó. La plaza principal del pueblo recuerda al quilombo, cuando el negro Barule se resistía al abuso y el maltrato, Tadó huele a rebeldía, a insurrección, a Agustina y su revolución incendiaria.
A una hora de Tadó está Quibdó, la capital, el gran centro urbano del Chocó, la selva y el Atrato parecen aprisionar las casas de madera, el río, “una laguna en movimiento” como le dicen allí, transita apacible, tranquilo ante el caos de la ciudad, mostrando su indiferencia a una capital ruidosa y polvorienta, en sus aguas reposa la historia reciente de guerra, de incursiones paramilitares, los tiempos de desapariciones, masacres y torturas al mejor estilo “Alemán”. Ante la vorágine de la capital decidimos viajar hacia el corregimiento de Tutunendo, una hora más de trocha. Hasta aquí el tan nombrado terrorismo en estos días electorales brilla por su ausencia, pero eso duraría poco, al entrar al caserío el temor infundido por esta historia de guerra se haría evidente.
En la entrada un grupo de niños armados de sonrisas conspiran contra el orden natural de las cosas, corren libres, descalzos, desnudos de cualquier prejuicio. Al avanzar por la calle nos encontramos a don Tiberio, un hombre alto, negro, sus manos fuertes contrastan con la tranquilidad de su voz, de su boca salen ráfagas de amabilidad que bombardean los sentidos, nos cuenta que tiene una pequeña barca y que nos llevará en una travesía por las aguas cristalinas del Tutunendo. Por ahora nos contacta con Willington, un muchacho de cabeza trenzada y ojos selváticos, líder del grupo juvenil, este comando tiene como objetivo hostigar la población con ilusiones de cambio, sus palabras expulsan granadas que al explotar esparcen los sueños de un grupo de jóvenes amantes de su tierra, del bosque y del río. Camino al hospedaje tenemos la suerte de conocer a don Domingo, este hombre corpulento sentado en el pórtico de su pequeña tienda, atenta con frases burlonas contra todo aquel que pasa inadvertido por el frente de su casa, alegre y jocoso nos ofrece una copa de balsámica, el fulgor de su mirada y su personalidad hermosamente emocionada, nos agrede con historias, nos asalta con leyendas y nos golpea con memorias, su esposa doña Lorna, siempre a su lado, pendiente de los cuentos de su marido, vigilante y cariñosa lo persuade para que no se le vaya la lengua.
La bebida empieza a hacer su efecto, cada copa es como un coctel molotov, en la detonación esparce por el cuerpo los cuidados ancestrales de los chocoanos, la balsámica es su arma secreta, como una panacea blinda el cuerpo contra cualquier infección o contra la picadura de cualquier animal, “esto sirve para todo” nos afirma con picardía don Domingo. Esa noche en Tutunendo, el pueblo lleno de paradojas, empieza a llover, cada gota de agua nos recuerda que estamos en uno de los territorios con mayor precipitación del mundo, y no tiene agua potable, cada relámpago evoca el gesto jubiloso de doña Lorna al ver el techo roto de su casa, cada rayo ilumina el recuerdo de doña Bety en su pequeño restaurante con ese infinito optimismo que dispara su voz.
Al día siguiente caminamos entre micos, aves y Yarumos hasta Chaparraido, una cascada natural donde el único terror lo representa un verrugoso que dicen se pasea por sus aguas, después don Tiberio nos enseña la Piedra del Diablo, Playa Pepa y Sal de Frutas, este paisaje produce en el cuerpo estallidos de alegría y bombazos de nostalgia. Qué irónico es este país: tanta riqueza y tanta hermosura, tantos vicios y tanta desidia. Este es el Chocó, el del abandono, el de la pobreza material, el de la riqueza emocional.
Al finalizar este viaje, luego de disfrutar del terrorismo encantador de los chocoanos, vislumbramos un pueblo cautivante, lleno de sueños e ilusiones, lejos de la estigmatización y la violencia mediática, falto de oportunidades, saqueado y corrompido por la política, pero con las ganas intactas, ese anhelo de una vida digna. Nos vamos con la alegre tristeza de quien quiere volver, porque en este reconocer chocoano, encontramos un pueblo enraizado en la tierra de quienes llevan la selva en la piel y en los ojos la historia.