¿Por blancos? En todo el pleno sentido de la palabra, sí. Y no solamente porque sean de tez blanca, lo que resulta evidente y de por sí problemático, sino porque, mucho más importante, al revisar sus hojas de vida nos encontramos con que poco o nada tienen que ver con las comunidades negras de este país, que bien merecen su cuota mínima de representación en el Congreso por los próximos cuatro años.
Por si fuera poco, sobre ambos recaen serios cuestionamientos. ¿O no figura el nombre de Orozco en los reportes de riesgo de la Fundación Paz y Reconciliación? ¿O Cambio Radical no le retiró el aval a Bustamante cuando se enteró de sus reuniones con la peligrosa Enilce López, alias La Gata, mientras adelantaba campaña por la Alcaldía de Cartagena? Muy bonito.
Si Bustamante y Orozco pretendían llegar al Congreso, bien podrían haberlo intentado por la vía natural. Pero no. Se lanzaron a capturar esas curules destinadas para los afros, que se han convertido en un fortín político. En este caso, a través de la Fundación Ébano de Colombia, un movimiento sobre el que también se levantan serios cuestionamientos debido a sus presuntas relaciones con el exsenador Juan Carlos Martínez, condenado por concierto para delinquir, y Yaír Acuña, investigado por parapolítica. Muy bonito.
¿Y los afrodescendientes, mientras tanto? Nada de esto tendría tanta relevancia —o por lo menos no en cuestiones de representación— si ellos no hubieran levantado sus quejas ante el escenario nacional en una sola voz de indignación: Ray Chapurri, director de la Fundación Chao Racismo, le pidió al presidente Juan Manuel Santos que le exigiera a la dirección de etnias del Ministerio del Interior quitarle la personería jurídica a ese movimiento, bajo el argumento claro de que no toda agrupación afro con personería puede andar dando avales políticos a su antojo. Tiene toda la razón. Hay allí un perverso incentivo a la dispersión en su representación.
Mucho de lo que pasa con los afrodescendientes en este país es resultado de un círculo vicioso a la hora de crear un canal de comunicación entre las comunidades de base y el Estado. Y el culpable de esta esquizofrenia social es en buena medida el Estado, al que le conviene esa debilidad representativa para mantener sus intereses bajo control. Saber que no hay una organización clara a nivel nacional y luego crear normas como la de circunscripciones especiales (que, como sucedió esta vez, puede llenar cualquiera que tenga el apoyo de una porción mínima de una comunidad negra) es un error sin nombre dentro de la administración pública. Por eso es que, de buenas a primeras, dos absolutos desconocidos de los procesos internos de las comunidades negras, que jamás han trabajado por ellas, terminaron ocupando las escasas dos curules que les pertenecen.
Y que harto les hacen falta. Para todo. Para adelantar proyectos de ley que organicen a las comunidades de base, para generar políticas que centralicen bajo unos criterios unificados los procesos de consulta previa, para que representen su visión del mundo (y costumbres y realidades) en un escenario tan propio para ello como el Congreso. Si el círculo vicioso no se rompe, si no se corrige el camino, el país seguirá en deuda con ellos. Deplorable.