En la historia: Nueva Granada, 1498-1810 (1). Fueron 312 años bajo el dominio del imperio español. Tres siglos durante los cuales ese reino –Castilla y Aragón– impuso un control, una ideología, un modelo económico, unos mecanismos sociales, unas formas de gobierno, mediante los cuales tomaron forma tres fenómenos sustanciales para nuestro ser nacional y nuestra posterior historia: el mestizaje, la Hacienda y las regiones.
Fueron dominio y control con la negación inicial de un pueblo –el indígena–, y luego con el desconocimiento de otro –el de los negros esclavos, traídos desde África. Tres siglos y sus venideros que vieron nacer los descendientes de los conquistadores y dominadores, los “españoles americanos”, que en un comienzo levantarían sus reclamos de igualdad en los negocios y de acceso a la administración política, mas no de independencia ni de compromiso con la libertad. Son reclamos surgidos al impulso de la nueva realidad del mundo de esos tiempos, en el cual, y en sus metrópolis europeas, las transformaciones en el campo le dieron paso a la acumulación de excedentes por rotación de terrenos y nuevas técnicas de sembrado.
En un mundo que varió por el acaecer de dos revoluciones y el talento de una y el fragor de otra: por la revolución industrial de carácter económico: con asiento en la ciencia y la tecnología –cuyo influjo por colonización inglesa tocó en Norteamérica, más arriba de Nueva España (hoy México), las 13 provincias de la costa nororiental del continente–, y por la Revolución Francesa de carácter político y social.
Con la revolución industrial, nació la máquina de vapor pero su impulso venía de atrás: nuevas necesidades y demandas de un mundo en crecimiento; y fue mucho más allá: tanto la química como la biología, la física, las matemáticas y otras ciencias se vieron vitalizadas, pero además, con avance rápido en pocas décadas. Revolución de revoluciones. Sus efectos inmediatos no tuvieron espera.
Los talleres multiplicaron su número. Por tanto, el obrero se asomó a la historia, y asimismo el esclavo se hizo innecesario. En pocos años, todas las verdades quedaron cuestionadas. Ante las fuerzas desatadas y las ideas liberadas, tembló el mundo conocido, cambio que extiende hasta nuestros días sus ecos institucionales y de doctrina y valores políticos por alcanzar. La nueva realidad social conllevó la crisis de un sistema político longevo con el peso de varios siglos de supremacía, como también de los dominios hegemónicos en ultramar.
En efecto, y en medio del terremoto social que sacudió todas las estructuras, tomaron forma el Estado-Nación –con separación de poderes y ‘representación’ para hacer leyes–, la soberanía, las constituciones nacionales. Por su parte, el monarca, y con él los poderes heredados por una familia, como a nombre de Dios, vitalicios por demás, cuestionados por la Revolución Francesa –con la muerte por guillotina de Luis XVI el 21 de enero de 1973 y de Maria Antonieta, ocho meses después–, se vieron en riesgo de desaparecer.
Los ecos de aquellos sucesos se acumularon, y se manifestaron en América Latina con diversa intensidad y variadas maneras. De su mano verían la luz posibilidades económicas y poderes políticos nuevos, contra los cuales poco podía el decadente imperio español. Fue entonces un tiempo de protestas, motines, levantamientos, insurrecciones, de las cuales se recuerda con gran admiración aquella que comandó Túpac Amaru en Perú y que extendió su eco por toda la región, y hay memoria aquí de la rebelión de los Comuneros con José Antonio Galán a la cabeza, y que terminó en la horca y descuartizado. Los motivos que desataron estas crisis y sus respuestas no fueron resueltos. Quedaron abiertos para manifestarse luego.
No sobra recordar que el factor fundamental en estas dos insurreciones, su fuerza motora, descansó en el pueblo, el mismo que con intensidad y persistencia se manifestó el 20 de julio de 1810 y en los días siguientes para impedir con su afán de independencia que la conciliación, en forma de cabildo extraordinario –hoy diríamos co-gobierno–, entre el virrey Amar y Borbón y los notables criollos, tomara forma y prolongación en el tiempo.
Hoy, la historia que va tras la verdad rescata que el 20 de julio fue un complot preparado por los criollos para ganar participación en el poder. Y no deja de constatar que el mayor temor de quienes diseñaron la maquinación era que terminara en alzamiento social fuera de sus manos. Sin embargo, los acontecimientos, agotados con languidez ante la caída de la tarde y el ir de los campesinos e indígenas partícipes del día de mercado, hallaron un nuevo estadio por una segunda ola inconforme del pueblo. A la hora de la luna, los pobladores de Las Cruces, San Victorino y otras barriadas populares, atizados por José María Carbonell y sus compañeros de lucha, llegaron hasta las afueras de la casa del Virrey para exigir un cabildo abierto y debatir con participación popular el destino de la Nueva Granada.
A pesar de la numerosa presencia popular, el curso de los sucesos no se pudo torcer y el Cabildo que sesionó fue el extraordinario. Sin embargo, en los días siguientes, desde las barriadas volvieron las gentes hasta hacer apresar al Virrey –ya había sido nombrado su reemplazo– para luego obligarlo, junto con su esposa, a salir de Santafé en forma soterrada. Sin victoria, ese pulso entre los notables y el pueblo se extendió por años.
En los meses siguientes, José María Carbonell, por orden de los notables criollos, sufrió dos prisiones, hasta cuando ese pueblo amotinado llevó a la presidencia de Cundinamarca a Antonio Nariño en septiembre de 1811, de regreso a su ciudad desde Cartagena, donde padeció prisión por varios años. Los criollos habían perdido la partida. A pesar de todo, no cejaron los esfuerzos por retornar al estado de cosas acordado con el representante del Rey aquel 20 de julio. En medio de hondas tensiones, no fue hasta el 13 de julio 1813 que Cundinamarca declaró la independencia.
Antes, mucho antes, el 11 de noviembre de 1811, Cartagena, de la mano con los hermanos Gutiérrez de Piñeres, que lograron imponerse al interés de otras familias históricas del puerto, hizo realidad el sueño de libertad. Otras fuerzas sociales, y otros acontecimientos, propiciaron y llevaron a cabo la declaración de independencia. El mito fundador de nuestra nación acomoda la historia a las circunstancias del poder dominante, y asimismo el altar de los próceres excluye del mismo o les reduce importancia a quienes no son totalmente gratos.
Pulso sin descanso
La pretensión de los notables de no romper del todo con el imperio y su afán de reconocer al Regente descansa en actas del Congreso Federal como propuesta de Camilo Torres. Al mismo tiempo, la mayoría de los criollos de Cartagena se batía por controlar el poder e impedir que los sectores proclives a la Independencia ganaran más espacio.
Las consecuencias de la disputa en marcha –la guerra civil– llevaron a episodios dolorosos: la derrota en Pasto del ejército al comando de Antonio Nariño, y su detención y sometimiento a cárcel en España. El cerco y la ocupación de Cartagena por el ejército de Pablo Morillo, y los 6.000 muertos que la harían heroica (2); la expulsión de Cartagena de los hermanos Gutiérrez de Piñeres; el ofrecimiento de adhesión al imperio inglés –por parte de los criollos responsables del puerto– si defendían la ciudad de las fuerzas del Rey español; el fusilamiento de docenas de patriotas en los patíbulos levantados por el ‘pacificador’ y su ejército invasor a lo largo y ancho de la Nueva Granada, etcétera.
Esta circunstancia, propiciada en grado sumo por la actitud y los intereses de los más pudientes de entonces (terratenientes y comerciantes), extendió sus efectos sobre los más pobres. Y no sólo impidió el triunfo anticipado de la libertad y la posesión de un gobierno en verdad liberal sino que además facilitó la negativa de los notables de cumplir con la libertad de los esclavos que lucharon junto a Nariño, animados por la promesa de romper sus cadenas. Del mismo modo, las leyes aprobadas por las fuerzas que se hicieron al poder, que eliminaron los resguardos y otros derechos concedidos a los indígenas desde años atrás a través de leyes de indias, permitían ver sin opacidad los intereses al mando en el nuevo país.
Son estos mismos intereses y la incapacidad política y militar de quienes los defendían y representaban, por supuesto opositores de Antonio Nariño y Simón Bolívar, lo que permite el avance y el laurel de la tenebrosa misión de Pablo Morillo. Con efectos inmediatos: las fuerzas libertadoras quedan dispersas, en forma de guerrillas, por los llanos de Venezuela y Casanare, y sólo se reagruparán cuando la intensa disputa por el mando concentrado favorezca finalmente a Bolívar por su profunda visión geopolítica, y el apoyo y los recursos de Alejandro Petion y algunos otros mecenas.
El proyecto del Libertador tuvo realidad militar en batallas como Boyacá, Carabobo, Pichincha y Ayacucho, pero quedó pendiente en su profundidad política y social ante la incapacidad de potenciar mecanismos de integración colectivos que rompieran la pirámide social, los valores y los relacionamientos heredados de tres siglos de dominio español. El ejército, que ganó por un tiempo esa posibilidad, creando a su interior, en su movilidad y funcionamiento, una democracia naciente, al final fue vencido por el poder de la tradición y de los intereses de los criollos aristócratas (3). Son la Hacienda y sus formas de integración y control, con el servilismo, el clientelismo y la violencia como mecanismos de producción, el dominio y el poder arraigados, lo que se impone, y de su mano trae el poder de terratenientes y comerciantes. Bajo su férula, el predominio de los intereses mezquinos de unas cuantas familias a expensas de los indígenas y campesinos.
Con estos intereses al mando del naciente Estado, la tierra no sólo mantiene su concentración sino que además la ahonda; la esclavitud no rompe sus cadenas, la integración regional se deshace, la soberanía se marchita, la administración pública no gana grandeza, la felicidad de los gobernados queda postergada en el tiempo y la violencia gana status de instrumento de Estado. Para la sociedad, las consecuencias de esta tragedia no serán pocas.
El maestro Antonio García asegura: “Se ganó la Independencia pero se ahondó la Colonia”. En efecto, con la Hacienda como mecanismo de control y dominio interno, el control de la tierra y por su conducto de las gentes y del poder político se consolidó; el clientelismo de todo tipo se hizo norma de Estado, la autonomía y la energía social se apagaron, la sociedad colombiana se subsumió en el ostracismo y las fuerzas productivas se anclaron en una tradición sin futuro promisorio. No hemos superado el sistema, y en estos años, con la combinación narcotráfico-políticos regionales-poder militar, vuelve por sus fueros.
Este es un aspecto. Pero todos y cada uno de los temas relacionados, y otros más, extienden sus ecos de la Colonia hasta nuestros días. Sus manifestaciones cruzan por hechos innegables, como es el caso de la renuncia a un concepto y un ejercicio fuerte de soberanía, verificable en el desmembramiento de Panamá, y hoy demostrable en diversas concesiones y problemáticas, entre ellas: la concepción de los Tratados de Libre Comercio en términos lesivos para el país; el tema de la justicia –apegada a una legislación y asimismo a normas ajenas; la cultura –con escasa disputa por lo propio; así como el otorgar espacio y territorio para que operen en Colombia oficinas de mecenarios (4), comandos y ejércitos extranjeros.
Y desde la Colonia viene otra raíz en deuda respecto de la libertad. Si bien la esclavitud terminó legalmente en 1852, el racismo y sus manifestaciones patéticas se sienten en el tratamiento dado desde entonces a regiones como el Chocó, y en general a la frontera toda del Pacífico, o en las dificultades que encuentran los afrodescendientes para desempeñarse, en igualdad de condiciones y derechos, en nuestra sociedad.
Desde Páez en Venezuela, Flórez en Ecuador y Santander en Colombia, el rechazo o la indisposición en nuestro país para jalonar un proyecto de integración regional no es superado por gobierno alguno. ¿En que nos diferenciamos de los venezolanos?, ¿en qué de los ecuatorianos?, ¿y en qué de los panameños? ¿Cuál es nuestro proyecto ante el mundo? Con el mito del historicismo que gratifica al poder, se trata de una ausencia evidente; como también lo es la violencia, asumida como instrumento y política de Estado, y en favor del poder tradicional.
Todo ello constituye un método constante, luego difundido como norma, heredado de las prácticas del Imperio, que extendió su mano hasta Jamaica para intentar el asesinato del Libertador, y luego en el intento por sus enemigos de eliminarlo en la fallida “noche septembrina”. A continuación, cada guerra civil del siglo XIX nos brinda ejemplos. Como también el período conocido como “la violencia”, inclusive desde 1946-1958 hasta la época de guerra social, la actual, un tiempo de luto que produce consternación y pavor al revisar el prontuario.
Así, hoy, este bicentenario es una conmemoración que reta a revisarnos como sociedad, como Estado y Nación, para hacer de la historia un suceso vivo que desafíe a encarar con viatalidad el proyecto de Simón Bolívar y todos aquellos que lo acompañaron, aún en espera de una plena realización como libertad y orden social.
1 Las crónicas precisan que los conquistadores llegaron por Panamá y en la zona dejaron vestigios de colonización material. Recuérdese que Balboa aparece como ‘descubridor’ del océano Pacífico.
2 Liévano Aguirre, Indalecio. Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Tercer Mundo, v. 2, Bogotá. 1973.
3 Guillén Martínez, Fernando. El poder político en Colombia, p. 296.
4 El vicepresidente Francisco Santos declaró que “todos los mercenarios están bienvenidos en Colombia”.
Por Carlos Gutiérrez
Tomado de Le Monde Diplomatique Colombia.com