Alto Guayabal, en los confines de las provincias de Antioquia y Chocó, en el noroeste de Colombia. El 30 de enero de 2010, antes del amanecer, las Fuerzas Armadas colombianas lanzaron una ofensiva contra la vivienda tradicional de una familia indígena del pueblo embera katio. Asesinaron a un niño de 18 meses, hirieron a otras cuatro personas, destruyeron cultivos de subsistencia y descuartizaron animales domésticos. El ejército habló inmediatamente de un “error” en la persecución de guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Para las organizaciones indígenas del país, se trata de un capítulo más en la ofensiva de las transnacionales mineras en Colombia. El bombardeo afectó a una de las comunidades que rodean al cerro Careperro, monte “sagrado” que la compañía estadounidense Muriel Mining Corp., atraída por la presencia de mineral aurífero, tiene en la mira. ¿Puro azar?
Los embera katios, desplazados en el año 2000 por el conflicto armado interno, intentan actualmente regresar a sus tierras ancestrales, como los autoriza la Constitución de 1991. Durante su ausencia, la agencia gubernamental Ingeominas entregó nueve licencias de exploración y explotación a Muriel Mining, sin preocuparse por los procedimientos de consulta a las comunidades, previstos sin embargo por la ley. Según William Carupia, portavoz de la Organización Indígena de Antioquia (OIA), la comunidad indígena estaría sufriendo, desde hace dos años, un “nuevo desplazamiento forzado” (1).
En un país donde la justicia respalda con demasiada frecuencia la dominación de los poderosos, la Corte Constitucional arbitró, el 29 de marzo de 2010, a favor de las comunidades indias y afrocolombianas de Chocó y Antioquia; sentó una jurisprudencia que confirmó los derechos constitucionales específicos de las comunidades, y enfatizó la obligación de todos –incluidas las transnacionales– de respetar los procedimientos legales y los imperativos de protección de la biodiversidad (2). Un avance importante, puesto que frente a los embera katios estaban los representantes de los Ministerios del Interior y de Justicia, de Medio Ambiente, Defensa, Asuntos Sociales, de Minas y Energía, así como las Fuerzas Armadas del país. Un comité que ni el azar habría podido reunir por sí solo…
Para seducir al capital
El 21 de septiembre de 1999, el presidente estadounidense William Clinton y su par colombiano Andrés Pastrana lanzaron el Plan Colombia, “por la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado”, asegurando que el proyecto apuntaba a la lucha contra el narcotráfico. También se propusieron ayudar al ejército colombiano a acabar con las guerrillas que dominaban determinadas partes del territorio, mediante el desembolso de 1.600 millones de dólares en tres años (3).
Desde el 20 de octubre de 1999, una enmienda vino a subrayar la segunda función del plan: favorecer las inversiones extranjeras “insistiendo en que el gobierno colombiano complete las urgentes reformas destinadas a abrir completamente su economía a la inversión y el comercio exterior” (4). Sus creadores entendieron que ambos objetivos estaban estrechamente ligados. En particular en el campo de la minería. Cuando, años más tarde, el Plan Nacional de Desarrollo Minero 2019 del Ministerio de Minas y Energía (publicado en 2006), señaló que “sólo el sector privado es capaz de desarrollar la industria minera en Colombia”, lo hizo para identificar qué empresas tenían necesidad de “seguridad”.
Diez años después, Arturo Quiroz, miembro de la Asociación de la Industria Minera Colombiana (Asominas) podía alegrarse: “Actualmente, tenemos un sector dinámico (…) que atrae a algunas de las más importantes empresas del mundo” (5). Con la llegada de las empresas AngloGold Ashanti (sudafricana), BHP Billinton (anglo-australiana), Greystar Resources Ltd. (canadiense), Drummond Co. y Muriel Mining Company (estadounidenses), las inversiones extranjeras directas (IED) en el sector minero pasaron de 463 millones de dólares en 1999 a 3.000 millones de dólares en 2009, con un aumento del 640% (6). En 2009, esta industria registraba el mayor crecimiento de la economía colombiana, representando el 1,5% del Producto Interior Bruto (PIB). ¿El objetivo para los diez próximos años? Superar el 6% del ingreso nacional, como ocurrió en Perú o en Chile.
Para lograrlo, el gobierno acaba de gastar más de 5.000 millones de dólares en el acondicionamiento de infraestructuras vinculadas a los sectores de la minería y la energía: 2,5 veces sus gastos en infraestructuras del transporte, 10 veces más que las sumas gastadas en vivienda y 20 veces más que en la red de telecomunicaciones (7). Por otro lado, el presidente Álvaro Uribe Vélez, en el poder desde 2002, flexibilizó, en 2009, el código minero para facilitar la obtención de las concesiones de exploración y su registro. Su duración se extendió de 5 a 11 años y el impuesto por la utilización de los terrenos, que en otros tiempos podía ascender a los 2.000 dólares por hectárea, acaba de llevarse al ámbito de lo razonable: 8 dólares por hectárea y por año en cualquier parcela.
Pero para Quiroz, “el entusiasmo internacional por Colombia en tanto gran centro de actividad para la extracción minera”, se explica ante todo por la política securitaria de la administración Uribe. Gracias al Plan Colombia, el país “hizo de la lucha contra los grupos insurrectos una prioridad” (8). Que, de paso, el conflicto condujera al desplazamiento desafortunado (pero muy oportuno) de poblaciones que, al igual que los embera katios, tuvieron la mala idea de permitir a sus antepasados instalarse sobre unos yacimientos codiciados… no fue motivo de queja para las compañías mineras.
Para dimensionar este “entusiasmo”, basta observar el mapa del Ministerio de Medio Ambiente colombiano, que delimita los territorios que han sido objeto de una solicitud de concesión (ver mapa): estaría comprometido más del 40% del territorio, incluyendo algunas zonas supuestamente protegidas. Si se la trasladara a Francia, esta superficie correspondería a las regiones de Provenza-Alpes-Costa Azul (PACA), Languedoc-Rosellón, Pirineos Medios, Aquitania, Ródano-Alpes y Auvernia unidas.
En el centro de todas las codicias: el platino, el uranio, los metales y minerales escasos como el molibdeno o el coltán. Pero sobre todo el oro, a propósito del cual la revista digital Portafolio mencionaba recientemente una nueva corrida, comparándola con un “acceso de fiebre” (9). Las cifras son elocuentes: entre 2006 y 2009, la producción de oro en Colombia se triplicó, alcanzando 1,75 millones de onzas en 2009. Esta tendencia es alimentada por la subida de las cotizaciones en los mercados mundiales, con un aumento mayor al 30% anual. Las previsiones para 2012 hablan de una producción de 3 millones de onzas.
Pero la industria minera está apenas en ciernes. Mario Ballesteros, director del Instituto de Geología y Minería colombiano (Ingeominas), estima que la superficie total actualmente explorada asciende a 1,69 millones de hectáreas. No obstante, Andrés Idarraga, especialista en asuntos mineros para el Centro Nacional de la Salud, el Medio Ambiente y el Trabajo (la ONG CENSAT) señala que “por el momento, hay muy pocos proyectos en fase de explotación”. Según él, la especulación estaría fomentando la “fiebre” actual: “Lo que pasa es que las compañías chicas realizan los trabajos de exploración con la intención de revender sus concesiones a las grandes transnacionales, apostando a la suba de los precios si confirman la presencia de minerales” (10). O sea que las 19.800 demandas de concesión ya registradas estarían destinadas al regazo de las “gigantes” ya que, si se cuentan las 5.000 compañías mineras de Colombia, en realidad sólo tres de ellas –la sudafricana AngloGold Ashanti, la canadiense Greystar y la estadounidense Muriel Mining– se reparten el sector, la mayoría de las veces a través de filiales.
Resta saber de forma precisa dónde están localizadas las concesiones. Mientras el gobierno filtra minuciosamente el acceso a los catastros –aunque la ley estipula que los mapas del Ministerio de Medio Ambiente deben ser públicos–, las disposiciones que enmarcan la presentación de las solicitudes (Ley 685 de 2001) alimentan la confusión. Toda solicitud de concesión abre automáticamente la vía a los trabajos de exploración sin exigir ningún estudio medioambiental. La solicitud, facilitada al máximo, se efectúa en línea, mediante cuatro coordenadas GPS que determinan un polígono: un número de documento de identidad o pasaporte, un nombre acompañado por una dirección postal y un número de teléfono. Todo esto junto al pago de 400 dólares para el registro de la solicitud. No se efectúa ningún tipo de verificación de las garantías bancarias del demandante y menos aún de sus antecedentes judiciales. Como alcanza con que los polígonos no coincidan por completo, varias solicitudes pueden superponerse parcialmente, lo cual ocurre muy a menudo.
Concesiones millonarias
La legislación, que apunta a establecer un “clima de confianza favorable a los inversores extranjeros”, ignora el interés general… así como las cuestiones del medio ambiente. El 9 de febrero de 2010, se votó la Ley 1.382 para proteger los páramos (ecosistemas tropicales fríos de los Andes colombianos) así como 500.000 hectáreas de reservas forestales estratégicas amenazadas por nuevos títulos y solicitudes. Pero el texto carece de efecto retroactivo sobre las concesiones que ya se hayan obtenido… Y además, suele suceder que los tribunales sepan entender los argumentos de las transnacionales, según los cuales una legislación demasiado coercitiva obstaculiza su desarrollo.
En mayo de 2010, la canadiense Greystar consiguió la aprobación. Obtuvo su apelación contra una denuncia del gobierno que le exigía presentar un nuevo estudio sobre el impacto medioambiental de sus futuras instalaciones en Angostura, en las montañas del departamento de Santander. Las autoridades colombianas habían evaluado inicialmente que el gigantesco proyecto de mina de oro a cielo abierto podía llegar a dañar los ecosistemas locales. Además, consideraban que las unidades de tratamiento del mineral (con cianuro), situadas en zonas muy altas de los Andes, eran una amenaza para toda la red hídrica situada río abajo de los páramos, que funcionan como gigantescas esponjas naturales que alimentan a ríos y arroyos.
Tal vez no contaron con que el proyecto permitiría a Greystar apropiarse de más de 10 millones de onzas de oro. A más de 1.000 euros la onza en los mercados (11), semejante yacimiento ameritaba que la multinacional librara una batalla; que ganó cómodamente… Según su vicepresidente ejecutivo, Frederick Felder, la compañía nunca se inquietó: “En ese período, proseguimos nuestros estudios de factibilidad. (…) No dudábamos de que el gobierno finalmente validaría nuestro expediente” (12).
Pero las cuestiones relacionadas con la industria no son sólo de orden medioambiental. Adelso Gallo Toscano milita contra el acaparamiento de algunos grandes grupos mineros en territorio colombiano dentro de la coordinadora Red Colombia, que reúne a asociaciones, sindicatos y cooperativas agrícolas. El activista puntualiza: “Nosotros no nos oponemos a la mina en sí. Podría ser una industria interesante para el desarrollo del país si el gobierno aceptara discutir los proyectos con las organizaciones sociales. Y sobre todo, si la explotación de los recursos naturales del país se hiciera en beneficio de la población”. ¿Cómo? “Nacionalizando la industria o, por lo menos, garantizando una transferencia de tecnología para evitar depender, más adelante, del capital extranjero. Además, y sobre todo, habría que respetar el medio ambiente”.
Gallo Toscano alude, entusiasmado, a los ejemplos de Ecuador, Venezuela y Bolivia, donde las cosas se estarían dando mejor. Colombia no es el único país que promueve la extracción minera como uno de los ejes de su desarrollo económico: Latinoamérica, que antes recibía apenas el 12% de las inversiones mundiales en el sector minero, hoy recauda un tercio de las mismas (13). Pero sería un tanto apresurado sugerir que la extracción del petróleo ecuatoriano y venezolano o del gas boliviano no encuentra ninguna resistencia en una parte de la población. Aunque se la destine al mejoramiento del nivel de vida general, a través del financiamiento de programas sociales –lo cual no parece ser el propósito en Colombia–, esa explotación suscita de todos modos preocupaciones, vinculadas simultáneamente con cuestiones ecológicas y los derechos de los pueblos indígenas, pero también con un modo de desarrollo que refuerza el carácter “primario” de las economías de la región. Así y todo, en estos países, el debate –a veces violento– parece –bien o mal– haberse iniciado. Colombia cuenta ya sus muertos.
En diciembre de 2009, en la región de Cauca, en Suárez, donde la empresa AngloGold Ashanti tiene mucha presencia, se dirigieron amenazas al representante sindical de la Central Unitaria de los Trabajadores colombianos (CUT), que lideró un movimiento de oposición a los trabajos de la transnacional. El 13 de febrero de 2010, se supo del asesinato, precedido de torturas, de Ómar Alonso Restrepo y su hermano, José de Jesús, conocidos por su oposición a la presencia de AngloGold Ashanti en la región. Ambos eran integrantes del comité de acción comunitaria de la localidad de El Dorado y militaban en una organización de mineros artesanales y agricultores que desde hace varios años denuncia los estragos medioambientales, económicos y sociales de las transnacionales. Veintiséis organizaciones sociales que firmaron un comunicado denunciando esos asesinatos subrayaron “la macabra alianza entre el gobierno y las multinacionales del oro como AngloGold Ashanti”, así como la continuidad de la “militarización de la región [que] hace posible la acción de los grupos paramilitares” (14).
La situación es tanto más seria en la medida en que el recién electo presidente colombiano, Juan Manuel Santos, el 17 de mayo de 2010 prometió: “En el sector minero haremos todo lo posible por estimular el mayor crecimiento posible, demostrando al mismo tiempo responsabilidad en lo referente al medio ambiente” (15). Teniendo en cuenta que Santos eligió a su predecesor, Uribe Vélez, como modelo, las transnacionales mineras que operan en Colombia no deberían tener grandes motivos de quejas.
1 Entrevista con el autor, Bogotá, 20-2-10.
2 Fallo T-796-32009 de la Corte Constitucional.
3 Véase Maurice Lemoine, “Plan Colombie, passeport pour la guerre”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2000.
4 “S.1758 – Alliance with Colombia and the Andean Region (Alianza); Act of 1999 (Introduced in Senate)”, 106th Congress (1999-2000), Washington, 20-10-1999.
5 Citado por Adam Thomson en “Mining: Vast resources remain largely untapped”, The Financial Times, Londres, 23-9-09.
6 Según el portal de información sobre la actividad minera en Colombia www.imcportal.com. Las cifras de 2009 son todavía provisorias.
7 Naomi Mapstone, “Infrastructure: Eager to link up disjointed land”, The Financial Times, Londres, 6-4-10.
8 Citado por Adam Thomson, op. cit.
9 Ricardo Santamaría Daza, “Se dispara la ‘fiebre’ del oro en diversas regiones del país”, 9-5-10 (www.portafolio.com.co).
10 Entrevista con el autor, Bogotá, 4-6-10.
11 Cotización al 8-6-10.
12 Diana Delgado, “Greystar says Colombia accepts its gold mine appeal”, 31-5-10 (www.reuters.com).
13 Anthony Bebbington, “The New Extraction: Rewriting the Political Economy of the Andes?”, Nacla Report on the Americas, Vol. 42, N° 5, Nueva York, septiembre de 2009.
14 “Colombia: continúa exterminio contra Fedeagromisbol. Asesinan a dos agromineros en el Sur de Bolívar”, 15-2-10 (www.biodiversidadla.org).
15 Entrevista concedida a Yamid Amat, el 17 de mayo de 2010 (www.galeriapolitica.com).
Por: Laurence Mazure
TOMADO DE LE MONDE DIPLOMATIQUE COLOMBIA