El ministro se sabe tres palabras y las repite barajándolas: bandidos, cabecillas y militarización. Al puerto le tocó esta vez la última. Pero mañana se acordará de cabecillas y le dirá al país que cayeron, en su orden, un cabecilla de los Rastrojos, un jefe de finanzas de los Urabeños y un mando de la Empresa. Pero pasado mañana, todos los nombrados serán bandidos de las Farc. Y así, toda la semana próxima.
Cuando las guerrillas llegaron en los años 90, los comerciantes y las autoridades fueron presas del pánico. La ciudad crecía; la gente negra era sacada de sus territorios por la minería, por los cultivos de palma, por el aserrío de madera. Huía a Buenaventura, donde tenía que ganarle terreno al mar para vivir y salir de rebusque. Aparecieron los barrios de bajamar. La gente miraba pasar los contenedores que entraban y salían, a la espera de que algo cayera de ellos. Nada. La cercanía de las guerrillas y el desempleo general asustaron a los comerciantes: un estallido social provocado por la guerrilla y adiós isla. Se llamó en busca de auxilio a Carlos Castaño. En 2000, alias H.H., jefe superior de los paramilitares del Valle, envió varios camiones con unidades comandadas por alias El Fino, alias El Cabo y alias El Enano. Y entraron a hacer lo que se les ordenó: desterrar a la guerrilla. Lo hicieron, por lo menos, de la ciudad. La guerra siguió en los ríos Dagua y Naya, pero los milicianos se quedaron. La limpieza, como llaman las autoridades, continuó.
Las matanzas eran diarias. Para sostener esas fuerzas criminales se necesitaba plata. Mucha plata. Cada vuelta costaba y todo pago era de contado. Nació el impuesto de seguridad comercial. Desde 2012 la Iglesia ha denunciado estas realidades. Las bandas que dejó la desmovilización de Uribe se tomaron la ciudad, no sólo para defender a los comerciantes, sino también para hacer el trabajo que la fuerza pública no quería, o no podía, hacer. A medida que las cifras de homicidios, desplazamiento, desapariciones y desmembramientos crecían, llegaban más y más fuerzas militares. Se instalaron en las bocanas de los ríos, daban vueltas por los esteros, de tarde en tarde —pocas más bien— caían algunas toneladas de cocaína. El Ejército rondaba, salía, entraba, hacía vueltas y emitía comunicados. La Fiscalía corrió la cobija y quedaron al descubierto los caciques políticos, piezas claves en la maquinaria. Para que los tributarios no aletearan, los paramilitares de nuevo cuño y vieja escuela redoblaron también el terror con técnicas avanzadas: el descuartizamiento de gente viva con motosierra, hacha o machete, en las casas de pique.
La técnica del terror exige que la gente se dé cuenta pero no cuente; vea la captura de la víctima en el barrio, la manera como la arrastran, y oiga los gritos de socorro, los alaridos de perdón y clemencia y, por último, aullidos de dolor. Después, silencio: terrible vacío. Los gritos se quedan a vivir en la cabeza de la gente. Todos temen ser el siguiente en una lista que nadie elabora. Los vecinos oyen, el barrio oye, la zona sabe, la ciudad se entera. Las autoridades no oyen, no ven, no saben. Entonces el ministro manda desfilar 400 soldados, 180 infantes de Marina, 380 policías, por el borde de la mar. Las vacunas subirán de precio, las técnicas de terror se refinarán, Medicina Legal comprará más neveras, el gobernador impondrá más condecoraciones. Así se terminarán de construir los puertos, los ministros de Relaciones Exteriores de la Alianza para el Pacífico se congratularán en el Hotel Estación. La paz seguirá en veremos.