“Aquí ya no hay otra salida. Antes el río crecía y dejaba el oro en el barranco. Las mujeres raspaban lo que la orilla botaba y nosotros nos íbamos toda la semana monte adentro a `chorrear` oro con nuestras bombas y matracas”, cuenta un hombre mayor, sentado en la puerta de un palafito. Ha vivido del oro toda la vida, desde que aprendió a buscarlo a los diez años hasta hoy que dice tener “unos sesenta y pico”. “Con eso conseguíamos la merca. Hoy no se puede porque las barcazas lo agarran en lo hondo. Cuando el río crece ahora, lo que cae en la orilla sólo es la arena”.
Aquí, como en otras regiones del Chocó, la minería sigue siendo la principal forma de subsistencia, pero la falta de regulación y la brecha tecnológica han permitido que una actividad económica de la que antes dependía todo un pueblo ahora sea un negocio en manos de unos pocos. Y no tienen esperanzas de que algo cambie, al ser ambas actividades técnicamente ilegales -por la ausencia de un título- y porque la presencia de las autoridades mineras en la región es nula.
A Managrú, la cabecera del municipio, se llega por una carretera destapada que se desprende de la vía de Quibdó a Tadó e Istmina. Es un pueblo soñoliento de unos tres mil habitantes, con una sola calle pavimentada, una iglesia destartalada, un parque central abandonado y el frente sobre el río San Pablo.
Donde antes había un ancho playón bordeado por la espesura de la selva chocoana, ahora hay un descampado lleno de dunas de sedimento y piedras. Las volquetas y retroexcavadoras entran y salen por una hondonada que permite entrever el antiguo cauce del río, que ahora fluye una cincuentena de metros más a la derecha.
“Eso no era así antes. Todo era monte hasta el borde del agua y no era carreteable, pero lo han ido `desmontando` todo. Donde pasa esa máquina no queda sino playa”, dice un joven que, como otros cantoneños, no se atreve a hablar de las dragas con nombre propio.
Justo en frente del pueblo se ve un dragón rojizo y algo oxidado, que lleva varado en la orilla opuesta del río un año. En la distancia, sobre la curva del río, se alcanza a divisar otra. Son dos de las 16 a 20 dragas de gran calado que, según los cantoneños, buscan oro en el San Pablo. Otro tanto lo hacen sobre el río Quito, en la vecina Paimadó, y sobre el río Sipí del sur del departamento.
Son barcazas alargadas, con un enorme brazo en la proa inclinado como la trompa de un elefante. Al final de esa lanza se hunde en el agua un tubo que succiona la tierra en el lecho del río como una aspiradora, ayudado por la fuerza de una motobomba y un motor de tractomula de 350 o 450 caballos de fuerza.
Ese tubo transporta la tierra hasta la parte trasera del barco y la deposita en el canalón, donde desciende por una escalera en zigzag gracias a un chorro de agua a presión. El oro -más denso que la tierra- se va asentando debajo de la rejilla metálica, en un costal que en la región llaman el `tapete brasilero`. En un segundo piso duermen una decena de obreros que se necesitan para operar estas máquinas, cuyo costo oscila entre los 500 y 1.000 millones de pesos. Ninguno en Managrú supo decir quiénes son sus dueños.
“Llegaron por primera vez hace unos seis o siete años, manejados por mineros brasileros. Cuando trabajaban a unos kilómetros del pueblo, por orden del alcalde, no nos preocupaban mucho. Pero ahora que están en todos lados la cosa ha cambiado”, cuenta una mujer, que vivió durante muchos años del barequeo. “Ellos se llevan el oro y nos dejan el escombro”.
No es la única a la que le tocó cambiar de trabajo. En un día normal salían varios centenares de mujeres a las orillas del río con sus bateas y sus matracas de madera, cuenta una anciana que sacude unas finas partículas de oro en un cuenco de totuma. Este abrasador sábado está sola en la playa.
“Hasta el año pasado uno podía hacerse sus dos o tres gramitos al día. La cosa ha cambiado y ya no hay playa para trabajar. Toca echar para abajo por el río, pero lejos”, dice, mientras va sacudiendo su batea para separar la tierra de la jagua, un polvillo metálico y negruzco sin valor comercial.
De la jagua va filtrando unas finas partículas de oro, que luego restriega contra las ásperas hojas de morita y coromillo, dos hierbas que sirven para `amansar` el oro y capturarlo. Al final quedan en la tinaja un par de gramos de oro, el trabajo de toda una semana.
En ese momento se baja de una panga otra mujer mayor, refunfuñando porque regresa con las manos vacías. Viene de intentar convencer, sin suerte, a una de las dragas que le regale los costales de tierra ya filtrados para rebuscar un poco de oro sobrante. Es la `nueva` modalidad de barequeo, cuyo éxito depende más de la generosidad de los barqueros que de su disciplina.
“¿Si uno no coge nada, para qué sale para la playa? Pues porque no sabemos otra manera de hacer la plata”, dice la solitaria barequera.
Nadie sabe con exactitud quién trajo a los brasileros, pero en el Chocó todos coinciden en que fueron ellos quienes importaron la tecnología.
Una posible explicación es que en 2007 Lula anunció la construcción de dos hidroeléctricas en el río Madeira -el principal afluente del Amazonas- y comenzó a negociar planes de retiro con los dragueros que laboraban allí. Muchos migraron a Bolivia, Guyana, Suriname y también el Pacífico colombiano, en busca de fortuna.
Aún quedan algunos de los operarios originales en la zona, pero hoy en día los dueños de las máquinas son colombianos y éstas se ensamblan en Quibdó con partes traídas de Medellín o Buenaventura.
Lo que sí se sabe es por qué vinieron. La zona del Cantón de San Pablo -como casi todo el departamento- ha sido minera desde la Colonia, cuando los españoles establecieron uno de sus cuatro Reales de Minas regionales en Raspadura y comenzaron a llevar el oro chocoano a Europa.
Por varios siglos el centro del Chocó ha sido uno de los grandes centros de explotación del oro en Colombia. Y también fue el lugar de descubrimiento de un mineral que los locales llamaban “oro biche” y consideraban como un metal inferior, hasta que el químico francés Pierre-François Chabaneau -al servicio del rey español Carlos III- lo bautizó como platino y desencadenó una nueva fiebre minera.
A esta y otras zonas llegaron a comienzos del siglo XX las primeras dragas de la Chocó Pacific Mining Company, la minera angloamericana que dominó la explotación del oro en el país hasta los años setenta. Su liquidación dio paso a dos décadas en las que la minería se ha venido haciendo sin control, con frecuencia -como en el caso de San Pablo- sin título ni licencia para explotar.
Aún así, el único operativo que se ha realizado hasta la fecha contra éstas no terminó en nada. En 2009, la Policía Nacional incautó 24 dragas en el río Quito, dentro del aledaño municipio de Unión Panamericana, y las condujo hasta Quibdó. Casi todas volvieron a manos de sus dueños o fueron desmanteladas por ellos mismos. Dos de ellas están todavía pudriéndose en el río Atrato, visibles desde la Catedral de la capital chocoana.
Hace un año el Gobierno expidió un decreto ordenando la destrucción de toda la maquinaria minera -desde pequeños camiones y retros- que no cuente con permiso. Pero hasta la fecha la medida, a la que los pequeños y medianos mineros se oponen ferozmente porque en su opinión confunde minería ilegal o informal con criminal, no ha tenido dientes y apenas se han destruido algunas en el Bajo Cauca antioqueño.
Son muchas las cosas que le resienten los pequeños mineros a las dragas. Que sólo necesitan una decena de operarios y apenas dejan empleo en el pueblo. Que, atraídos por las vacunas que pueden pagar los dragueros, los Rastrojos y las Águilas Negras han llegado a un municipio que era relativamente tranquilo para los estándares del Chocó. Que, dicen ellos, se traen de otros municipios hasta el acpm y los víveres.
Y que hay indicios de que el oro está disminuyendo: si antes las dragas sacaban unos 400 gramos diarios en promedio, hoy encuentran la mitad. Los pequeños mineros han pasado de recoger 40 gramos semanales a cinco.
“Las dragas no tienen que ser satanizadas como la peor herramienta para hacer minería. Como cualquier herramienta, pueden ser bien o mal utilizadas. Y esa responsabilidad le compete al minero”, las defiende Federico Taborda, quien lidera la Asociación de Dragueros del Chocó y es el secretario general de Fedemichocó. En ésta última, la más importante asociación de pequeños y medianos mineros en el departamento, muchos tampoco las quieren.
Pero pese a lo que dice Taborda, viendo fotos de hace dos años resulta evidente que los dragones han modificado el paisaje del río. La quebrada Mancejú, que entroncaba diagonalmente con el San Pablo a la altura del pueblo, ahora le bota sus aguas más arriba y de frente. Muchos playones que servían de barreras naturales ya no existen.
Los cantoneños le atribuyen a esos cambios el preocupante aumento en las inundaciones, que ahora ocurren prácticamente con cualquier crecida. Al caminar por muchas calles de Managrú, incluso las que no están al borde del río, se ven las marcas de humedad. La de anoche fue de unos 60 centímetros.
“Antes subía una vez cada año, ahora con cualquier lluviecita”, cuenta una joven. No es un detalle menor: su casa es palafítica, está alejada de la orilla y un metro por encima del suelo, pero el agua se le cuela por un terraplén en la parte trasera.
“Un día que estemos de malas, el pueblo entero va a ser un laguito”, dice uno de los jóvenes que dirige “La opinión cantoneña”, un grupo de Facebook con 916 miembros que se ha convertido en el lugar predilecto de la comunidad para expresar, aunque sea tímidamente, su angustia por la situación.
Y aunque no hay evidencia causal, en Managrú nadie duda de que la culpa la tiene la sedimentación que dejan las dragas. En Bocas de Raspadura, un pueblo del Cantón ubicado 45 minutos río arriba en panga, tuvieron que abandonar cuarenta casas ubicadas en un bajío porque las dragas acabaron con el jarillón.
Una razón para que esto suceda es la rápida degradación de los terrenos aledaños al río. En otra época estas tierras, consideradas las más fértiles de la zona, eran la despensa del Cantón. Con la minería a mayor escala ha venido también un cambio en su uso: las barcazas se mueven por el río cuando hay marea alta, pero deben permanecer ancladas en un lugar durante dos o tres meses para trabajar. Para poderlo hacerlo han venido alquilando esos predios, marcando así la desaparición de muchos cultivos de yuca, ñame, banano y plátano primitivo. En su lugar han quedado lodazales.
Tanto que casi todos los alimentos -las frutas, las verduras, el bocachico, la cachama- vienen ahora de Tadó o Istmina. Hasta los chontaduros, que los lugareños describían como “maleza”, son traídos de afuera por los empresarios antioqueños que regentan casi todo el comercio de Managrú.
Otras costumbres se han venido perdiendo. En las playas del pueblo ya no se lava la ropa ni los alimentos. Nadie se baña los fines de semana en sus aguas, antes limpias y hoy de un color pardusco. Y el oro se mide ahora en gramos y no en castellanos, la antigua medida heredada de la Colonia que todavía sobrevive en casi todo el Chocó.
Mientras tanto, las necesidades del Cantón siguen siendo apremiantes y difícilmente solucionables con los 950 millones de pesos que recibe al año en regalías. No hay una planta de tratamiento de aguas residuales y apenas dos terceras partes de sus habitantes tienen alcantarillado. Apenas el 0,2 por ciento de la población tiene un empleo formal y la mitad de la población es analfabeta, según el índice de pobreza multidimensional del Gobierno.
“Ya no tenemos trabajo como antes. La barcaza saca para ella, pero no para nosotros. ¿Usted cree que estaría yo acá sentada a esta horita?”, dice otra mujer cantoneña,
TOMADO DE LA SILLAVACIA.COM