“Siempre habíamos vivido de la minería artesanal, pero llegaron las dragas y todo se acabó”. Así resume Bendesmo Palacios, el líder de la comunidad de Paimadó, en la profundidad de la selva chocoana, lo que ha sido la historia reciente de su pueblo. Hoy hay 27 dragones, con cuartos en varios pisos y televisión plasma, y una tenaza amenazadora en la frente. Los gigantes metálicos escarban el río Quito desde hace cinco años, y aunque el gobierno los sacó en 2009, volvieron y su voraz apetito por el oro partió el cauce en tres.
“Ahora hasta los que nacimos aquí nos perdemos en el río”, dice Palacios. No solo ellos se pierden. Como el agua ya no sigue su curso natural, la corriente se llevó 11 casas por delante y tuvieron que construir un muro de contención para que no arrastrara al resto. Y, desde que denunció esa invasión, Palacios mismo anda angustiado “Aquí pedir que se vayan las dragas es como comprarse un boleto para el cajón”, dice, y cuenta que lo han amarrado, llevado a sus campamentos y amenazado de muerte. Chocó es presa de grupos ilegales (el frente 34 de las Farc, los Rastrojos y las Águilas Negras), y como todos se financian con la bonanza del oro, la causa de Palacios no es bien recibida.
Sacarlas de allí no es su única batalla. La otra, que ha probado ser igualmente difícil, es contra el Estado para que los deje retomar el control y el ritmo de sus minas, dándoles títulos legales. En 2008, con su amigo Valerio Andrade, viajaron a Bogotá, alquilaron un cuarto en el barrio Venecia y se plantaron un mes en frente de Ingeominas en busca de un título minero. Lo consiguieron el 26 de abril de 2009, pero hoy están a punto de perderlo. No tienen con qué pagar el canon superficiario que obliga la ley para mantenerlos. Son 28 millones anuales. “¿De dónde una comunidad pobre va a sacar tanta plata? Todo lo debemos”, dice frustrado.
A un par de horas de distancia del río Quito, en el municipio de Tadó, Lucas Moreno muestra orgulloso su mina. Practica ese oficio como lo hacían sus ancestros y cuenta que gracias a él 34 familias tienen sustento. Mujeres descalzas lavan la tierra que sacan del subsuelo, mientras sus hombres juegan dominó, sin camisa, riéndose a carcajadas. Para bajar a la mina hay que descender por una escalera improvisada que se interna 22 metros en la profundidad.
Abajo, unos jóvenes arrastran carretillas llenas de tierra por un camino hecho en madera. Hay luz, se respira bien y la humedad hace parecer que estuviera lloviznando adentro. Para protegerse el pelo, las mujeres se ponen un gorro de baño rosado y para no dañarse las manos llevan guantes amarillos. “Vivimos tanto tiempo bajo tierra que pocas veces sabemos lo que pasa arriba”, cuenta una. “Hacemos todo esto nosotros, sin ningún ingeniero, sin ningún arquitecto”, dice Lucas con una gran sonrisa al salir.
Para los chocoanos la minería tradicional significa libertad. “Aquí nadie tiene sueldo, pero si es minero no baja de un millón mensual”, cuenta Miguel Quejada, un minero de Negua. Fue esta actividad la que les dio la propiedad ancestral sobre el territorio porque en la Colonia, cuando muchos afrodescendientes recuperaron la libertad, trabajar en las minas fue lo que les dio el sustento. Muestra de que aún no lo olvidan, es que hoy en Quibdó miden el oro en castellanos, no en onzas ni gramos.
“Somos los más ricos y a la vez somos los más pobres”, dice Darío Cujar, un experto ingeniero de minas chocoano. El hombre se lamenta de que un departamento donde el oro brota a borbotones, ostente los índices de miseria más altos del país y una población que se cuenta casi toda como víctima del conflicto.
Luis Carlos Hinojosa, director de la Pastoral Social de la Diócesis de Quibdó coincide con él: “Me duele ver al Chocó como un lugar para extraer y no para vivir. No es justo que se repita la historia de saqueo con nosotros”. Es repetirla porque desde 1916 hasta 1926, la Compañía Minera Chocó Pacific extrajo platino del río Condoto. Como la empresa no pagó un peso de regalías, nada le quedó a los chocoanos, salvo quizás el rumor de que con sus riquezas la empresa le construyó un estadio al equipo de los Yankees en Estados Unidos.
Hoy el saqueo puede ser peor: 350 entables, 800 retroexcavadoras y 50 dragones le arrancan día a día los tesoros a la selva por todo el sur del Chocó. Se supone que todo el oro que se vende paga regalías, pero los chocoanos del común poco las ven, y en cambio sí sufren el desastre ambiental. Apenas siete minas en todo el departamento tienen licencia ambiental; es decir, apenas siete minas controlan sus operaciones de excavado y uso de agua para que hagan el menor daño posible. Los demás están manga por hombro, destruyendo con todo su poder mecanizado.
Al coronel de la Policía Jesús Paredes, no se le borran de la mente las imágenes de cuando sobrevoló el departamento: un enorme tapete verde, como carcomido por la polilla. “Así debe ser la imagen del cáncer”, dice. “El Chocó tiene más de 400 especies de árboles y 800 de vertebrados por hectárea; entre 7.000 y 8.000 especies de plantas, de las cuales se cree que un poco más de 2.000 de esas especies y 100 de aves no se encuentran en ninguna otra parte de la Tierra”, es la descripción que hace de esta región la organización World Wildlife Fund, pero advierte que, dada la indiscriminada extracción de recursos, es uno de los 17 sitios naturales más amenazados del mundo.
Las autoridades han venido haciendo desde 2009 muchos operativos para detener la destrucción. Han encontrado casos insólitos que revelan la mano de organizaciones criminales internacionales. Justo al frente del batallón del Ejército en Istmina encontraron a un coreano de nombre Kwon Young y en otra mina a un grupo de 18 ciudadanos chinos, que con maquinaria Volvo y carros lujosos estaban metiéndose al negocio. Les vendieron permisos falsos, les cobraron millones por cada trámite y, después, los recibieron a tiros. Se fueron y hoy nadie sabe de su paradero.
Meter a la tropa, que además está en medio de una guerra contra las guerrillas, a perseguir la minería no ha resultado efectivo. No es extraño que se le corrompan sus cuadros, teniendo a la mano tanta riqueza legal y fácil. Además, como apenas 17 comunidades mineras tienen título, y de esos 15 fueron otorgados hace apenas unos meses en Condoto, en los operativos con frecuencia capturan a los mineros tradicionales informales, y no a los criminales.
Por eso, cuando la Fiscalía comenzó a pedir pruebas técnicas de las afectaciones ambientales para poder perseguir judicialmente a quienes hicieran los mayores daños, se pararon los operativos contra dragas y dragones. Este año no se ha hecho ninguno porque la Policía no tiene los seis peritos que se necesitan para esa tarea.
Por ahora, le falta mucho por hacer al Estado para conseguir que mineros como Bendesmo Palacios crean que el único enemigo del Chocó es la plaga reciente de dragones.