Lo peor de Álvaro Uribe está por venir: es su herencia. Y hasta los uribistas más entusiastas la van a descubrir con espanto, como ya han venido haciéndolo desde hace un par de años algunos uribistas arrepentidos. Lean ustedes, por ejemplo, las más recientes columnas de prensa de ese entusiasta asesor palaciego del presidente que fue Rudolf Hommes en su primer gobierno.
La herencia que recibirá el próximo presidente – y que recibiremos todos los colombianos sin beneficio de inventario – es catastrófica en toda la línea. Hay que verla en todos los terrenos tocados por los ocho años de gobiernos uribistas. En las obras públicas – y la corrupción, sin siquiera obras públicas. En la agricultura – quiero decir: en la destrucción del agro colombiano – y la corrupción. En los servicios de inteligencia – y la corrupción. En el inútil – y corruptor – combate contra el tráfico de las drogas prohibidas: un combate en el que ya no cree ni siquiera el zar antidrogas del gobierno de Estados Unidos, pero que Uribe se empeña en proseguir como si estuviera teniendo algún éxito. En las Fuerzas Armadas desmoralizadas por la cadena de cerca de tres mil `falsos positivos` cuyos responsables siguen sin ser juzgados y van saliendo poco a poco por el habitual vencimiento de términos con que concluyen los procesos delicados en Colombia – y la corrupción. En la corrupción en todas sus modalidades y todo su vigor, que es lo más visible de la obra de gobierno de Uribe. Pero también hay que ver el estado lamentable en que deja la economía del país – y no solo por la corrupción desaforada, sino por la ineptitud manifiesta que ha destruido el empleo, despilfarrado los años de bonanzas y regalado lo que él llamaba la «confianza inversionista»: gabelas para el capital extranjero. Y cómo deja las relaciones con los vecinos, hechas trizas por cuenta tanto del ataque al Ecuador como de las siete bases militares entregadas al servicio de las tropas norteamericanas. Y cómo deja la salud, con todo y su emergencia no prevista por nadie – y la corrupción. Y cómo deja, por último, la situación del orden público: esa que hace ocho años anunció que solucionaría en 18 meses, y con el pretexto de la cual se hizo reelegir para cuatro años más en nombre de la «seguridad democrática». Una solución que no es tal cosa, sino prácticamente lo contrario: un aplastamiento del problema.
Eso es así porque el gran error de Uribe, y la gran ilusión defraudada de los que creyeron en Uribe, consistió en pensar y predicar que el problema de la interminable guerra interna colombiana – que él y los suyos negaban y niegan todavía, reduciéndolo a dos palabras simplistas: terrorismo y narcotráfico – podía tener una salida militar. Dicho de otro modo: creían que una guerra civil se puede ganar, cuando lo propio de las guerras civiles es justamente que todos los participantes las pierden. De ahí las piruetas semánticas que han tenido que ir renovando a medida que la terca realidad de las cosas ha seguido mostrando los colmillos: llamando, por ejemplo, narcoterroristas a los insurrectos (que, efectivamente, se financian fundamentalmente gracias al narcotráfico), y Bacrim, o «bandas criminales emergentes», a las pandillas de narcoparamilitares removilizados.
Uribe, pues, nos deja exactamente en el mismo punto en que estaba el país cuando comenzaron sus ocho años de gobierno. Pero con ocho años más de guerra a las espaldas. Eso debería tener de bueno, al menos, la disipación de la ilusión de la victoria, y en consecuencia la búsqueda de soluciones verdaderas a los verdaderos problemas. Pero parece ser que no es así, como lo muestran los resultados obtenidos por Juan Manuel Santos en la primera vuelta de las elecciones.
Pues esa es la otra parte de la herencia de Uribe: que heredamos también a Juan Manuel.
Tomado de Revista Semana