Los pueblos en las riberas del Río Atrato son iguales: casuchas de madera, apiladas y desteñidas sin alcantarillado ni electricidad; puentes húmedos hechos con tablas que fungen como avenidas principales, hombres negros que buscan pescados en el río y árboles de fina madera, mujeres indígenas con niños terciados en la espalda, pangas de todos los tamaños despachando gente y trayendo mercancía desde Turbo en Antioquia o Quibdó en el Chocó. Todos son iguales salvo uno, Bojayá que ni siquiera alcanza a divisarse desde el Atrato y que al caminar por sus calles pavimentadas da una sensación de abandono difícil de lograr en cualquier otro municipio de la zona.
Y tal vez no sólo sean sus calles. Desde que ocurrió la masacre en 2002, sus habitantes parecen sumidos en una tristeza perpetua. Desde abril los recuerdos comienzan a perturbar porque la tragedia –ellos los saben aunque nadie en su momento les creyó- se gestó desde ese mes. El antecedente más inmediato se registra el 20 de abril de 2002, cuando más de 200 hombres del bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas, provenientes del Urabá, empezaron su movimiento por las aguas del Atrato con el propósito de arrebatarle a las FARC el control sobre la región. El 1 de mayo comenzaron los enfrentamientos y al día siguiente uno de los 4 cilindros bombas lanzados por la FARC detonó dentro del templo del pueblo donde, según el informe del Centro de Memoria Histórica, murieron 79 personas, 48 de ellos menores de edad y 13 personas más asesinadas en los enfrentamientos previos y posteriores. Fueron los días del horror que partieron en dos la historia de esta comunidad.
Recordarlos es un asunto de todos los días. La memoria, para ellos, es la única opción. Una memoria que tiene que darse casi desde la intimidad de sus casas porque ni siquiera hay un monumento o un espacio comunitario donde las víctimas puedan recordar a los suyos. Pero esa es sólo una de las cosas por hacer. A la hora de los balances, el panorama es tan gris como el propio pueblo.
Elizabeth, sobreviviente de la masacre y líder de la comunidad, dice que desde cualquier línea de acción por donde se quiera hacer un balance juicioso, el resultado es decepcionante. Incluso, en el único tema en el que el gobierno infló el pecho de orgullo, el de vivienda, el saldo rojo salta a la vista. El Estado se comprometió en su momento a trasladar todo Bellavista (capital de Bojayá) a un nuevo lugar que los mismos habitantes bautizaron “se verá” debido a los reiterados incumplimientos frente a su culminación. En total fueron 265 viviendas que costaron 34.000 millones de pesos, cantidad que superó en más de dos veces, los 14.000 millones proyectados en la planeación inicial. Sin embargo, hoy las casas están tan deterioradas como si tuvieran cinco décadas encima: paredes resquebrajadas y húmedas, techos partidos, fachadas sin revoque, ventanas sin ventanas, puertas sin puerta y el alcantarillado a medio construir. Sin contar con que ninguna cuenta con energía eléctrica.
Pero esa es la más visible de las problemáticas. En el caso de la educación y la salud el asunto es aún más delicado. La única escuela de “se verá” no tiene silletería y el comedor infantil no funciona. El hospital sólo cuenta con un médico sin dotación ni escasos medicamentos para las 14 mil habitantes que viven en la región; y las cientos de personas que aún sufren traumas sicológicos no han recibido ningún tipo de tratamiento durante esta década.
En Bojayá suelen referirse al “viejo Santos” para ilustrar el drama de los enfermos mentales. “El viejo toma mucho trago desde el 2002 –cuenta Crucelina Chalá, una vecina del pueblo- y lo hace porque en sano juicio no soporta la idea de haber perdido las dos piernas en la masacre. Si no toma cae en depresión. Santos no soporta la vida”. Además, entre 2002 y 2010, siete sobrevivientes del templo (5 mujeres y 2 hombres) fallecieron por cáncer. Una enfermedad que hasta entonces era desconocida en la región, pero apareció entre quienes quedaron con esquirlas en el cuerpo.
El azote de “las vacunas”
Otra clara evidencia que el drama continúa se constata en la permanencia de la guerra, en la presencia de los actores armados, en las amenazas, los enfrentamientos y los desplazamientos en la región. Entre enero y febrero de este año, la Oficina de Naciones Unidas de Coordinación Humanitaria (OCHA) informó acerca de 14 desplazamientos de las comunidades negras e indígenas de la región. Al momento de esta reportería en abril, 277 personas de las comunidades de Río Arquía estaban desplazadas por los enfrentamientos entre Ejército y guerrilla. Así mismo, la reciente gira que el Consejo Comunitario Mayor de la Organización Popular Campesina del Alto Atrato –Cocomopoca- realizó en su área de influencia, encontró que 11 de las 46 comunidades que lo conforman han sido desplazadas.
Y lo más grave: estos mismos actores armados están vacunando a la gente que está recibiendo dinero vía reparación administrativa. SEMANA habló con varias personas que denuncian el hecho pero que prefieren guardar el anonimato por miedo a “los paras” como ellos los llaman. Dicen que el problema nace en La Alcaldía porque es allí donde publican en las paredes los listados con el nombre de las personas beneficiarias y el monto que reciben. Para el nuevo párroco del pueblo, Edwin Mendoza, el tema no son sólo “las vacunas” sino la educación de las víctimas. Él considera que se le hace un daño muy grande a una persona que jamás ha recibido sumas grandes de dinero y que de un día para otro lo llenan de plata: “Lo ideal –dice- es que haya una asesoría previa para que la gente no pierda la platica de esa forma”.
La conmemoración
“La inversión millonaria realizada hasta hoy corre el riego de perderse aún más si la reparación se sigue asumiendo como un asunto meramente infraestructural y monetario” dice un aparte de un balance elaborado por el Centro de Memoria Histórica. Salvo ese informe de seguimiento, ningún organismo del Estado -ni la Procuraduría General de la Nación, ni la Contraloría o la Defensoría del Pueblo- ha hecho un balance serio de la situación de los bojayaceños.
Por eso, este 1 y 2 de mayo, la comunidad quiere aprovechar no sólo para reencontrarse, cantar sus alabaos y recorrer los lugares que evocan aquellos días que no quieren repetir, sino para expresar su preocupación frente a su forma de vida que ha sido como sin sintonía y sin voz. Lo que se suponía sería un caso modelo de reparación, hoy es un caso para esconder. Esta semana los pobladores abrirán las puertas de la antigua iglesia para dar una pequeña muestra del abandono en el que están y van a decir: “La tragedia continúa”.
Tomado de semana.com 29-04-12