Como prueba irrefutable de esta disposición citaban la ley de restitución de tierras y el reconocimiento verbal del conflicto armado en Colombia. También citaron el restablecimiento de buenas relaciones con los vecinos. Pero en el fondo, una lectura un poco más profunda de todas estas medidas demuestra que no han tenido como intención buscar vías de diálogo político sino que todo lo contrario. Por ejemplo, el reconocimiento verbal del conflicto interno colombiano fue hecho, según palabras del propio Santos, porque “Si no hay conflicto armado interno entonces no podemos bombardear a los jefes de la guerrilla, a los campamentos guerrilleros. Bajo el ámbito de los Derechos Humanos esto está prohibido, bajo el ámbito del Derecho Internacional Humanitario está permitido”; y “el Presidente Uribe y quien fue su Ministro de Defensa, hoy Presidente de la República, este servidor de ustedes, y los señores comandantes, nos vamos directo a la cárcel”[2]. O sea, el reconocimiento del conflicto nada tenía que ver con la búsqueda de mecanismos para una negociación política sino para cubrirse la espalda de la justicia internacional por las acciones de guerra que realizan contra el propio pueblo colombiano.
Sobre la ley de recuperación de tierras, aparte que no soluciona el problema de fondo que requiere de una reforma agraria integral, como lo plantea el último informe del PNUD, es una ley que no prometía más que la devolución de una milésima parte de las tierras despojadas desde 1990 y siempre y cuando éstas no fueran utilizadas para labores agroindustriales de buena fe, caso en el cual los propietarios desplazados debían llegar a un acuerdo con los ocupantes. Esto en un contexto en que los territorios siguen en manos de testaferros al servicio de narcotraficantes, ganaderos, palmicultores y empresas extractivas. No es casual que se haya denunciado que esta ley sólo sirve para legalizar el despojo. Pero también ha servido para que los reclamantes de tierras y los dirigentes agrarios desplazados den un paso adelante y sean asesinados de manera sistemática. De igual manera, la relación amistosa entablada con Correa y Chávez, no significa que Santos haya dejado de sentirse orgulloso de que Colombia sea considerada el Israel de América Latina, como él mismo alguna vez lo dijo[3]. Significa sencillamente que Santos, pese a que afirme que el conflicto colombiano es un asunto interno, tiene a ambos presidentes colaborando con la estrategia contrainsurgente del yunque y el martillo, participando gustosamente de operaciones militares conjuntas contra las guerrillas en las fronteras y extraditando a guerrilleros u opositores en su territorio.
Tal como lo describió una columnista recientemente, Santos es como un espejo mágico que muestra sólo lo que cada uno quiere ver. La careta “progresista” apenas ha servido para reforzar la política militarista de su predecesor Álvaro Uribe Vélez de manera aún más eficaz y con importantes grados de cooptación en ciertos sectores sociales.
Dos golpes
Pero dos dramáticos hechos ocurridos durante el mes de Noviembre fueron los que destruyeron las ilusiones de estos progresistas que pensaron que apenas investido de presidente, Santos transmutó en un ser diferente al Ministro uribista que ordenó el bombardeo de Ecuador en el 2008 y que fue responsable directo de los “falsos positivos”, es decir, del secuestro y asesinato de más de 3.000 jóvenes presentados falazmente como “guerrilleros abatidos en combate”.
El primero de ellos fue el asesinato de Alfonso Cano, quien desde Febrero, venía dando señales claras de su disposición al diálogo, entregando elementos claves para avanzar a un proceso de negociación. La última y la más importante de estas señales fue el mensaje de Cano para el Encuentro por el Diálogo en Barrancabermeja, el 15 de Agosto.[4] En respuesta a esta disposición, el Estado le dio caza como a una presa y lo asesinó alevosamente estando desarmado, luego de dos años de bombardeos indiscriminados y un cerco militar sobre las comunidades indígenas y campesinas en el Sur de Tolima y el Cauca que causaron una crisis humanitaria silenciada en los medios[5]. El asesinato de Cano fue el asesinato de un negociador en potencia, fue un portazo a la posibilidad de una negociación política como vienen clamando más y más personas.
El segundo, fue el asesinato de cuatro uniformados en poder de las FARC-EP, en el marco de un rescate militar ocurrido la semana recién pasada en Caquetá. Lo que hace particularmente terrible esta tragedia es que los rehenes eran encaminados, en esos mismos momentos a una liberación unilateral a pedido de Colombianos y Colombianas por la Paz[6]. El Estado, aparentemente haciendo uso de información capturada en los computadores de Cano, interceptó la liberación para hacerla parecer rescate militar, buscando así un golpe mediático contra la insurgencia, truncando con ello la liberación. Aunque los detalles de lo ocurrido son contradictorios debido a la manipulación sensacionalista de la noticia (se afirma que estaban amarrados al momento de ser fusilados, pero este es desmentido según el relato del único sobreviviente, el sargento Erazo, quien afirmó que pudieron correr al momento del enfrentamiento[7]), el fusilamiento parecería haberse dado según las instrucciones que los guerrilleros tienen de cómo proceder ante un rescate miltiar. Un hecho terrible, sin lugar a dudas, pero propio de una degradada guerra irregular y asimétrica, y no un acto de retaliación por la muerte de Cano como lo denunció algún oficial. Es el riesgo que se asume cuando se hace un rescate militar por una parte, y por otra, tampoco la insurgencia puede dar muestras de debilidad y dejarse arrebatar los rehenes que tienen para el canje por sus propios presos.
Ambos hechos dieron la oportunidad para que el santismo mostrara sus garras. Ante la muerte de Cano, Santos sacó a relucir lo peor del carácter criminal y grotesco de la oligarquía colombiana: al macabro espectáculo de tripas y sangre para reafirmar, como en el circo romano, el poder del Estado, se sumó un festejo de las élites más propio de carnaval que otra cosa. Santos reconoció haber llorado de alegría; el honor y el respeto al adversario caído son conceptos extraños para una élite degenerada que siente placer declarado en el asesinato. Ante la muerte de los soldados retenidos por la insurgencia, la oligarquía y los medios se rasgaron al unísono las vestiduras, condenando “una vez más la barbarie de las FARC” ignorando la enorme responsabilidad que tiene el gobierno en este trágico desenlace, por su insistencia en los rescates, por su obstrucción a la labor de Colombianos y Colombianas por la Paz y por su terca negativa al intercambio humanitario. Pero sin contentarse con utilizar esta tragedia, una tragedia como tantas otras en el curso de este conflicto, para continuar con la demonización de la insurgencia y así desviar la atención de los problemas que asixian a Colombia, han ido más allá: están utilizando esta acción como la justificación moral de la profundización de la guerra sucia en Colombia.
En realidad, la decisión de profundizar la guerra sucia viene de hace tiempo y ha contado con varios componentes: criminalizar la protesta social mediante la ley de seguridad ciudadana[8] y señalamientos a-la-Uribe de quienes se movilizan como si fueran “terroristas”[9]; atacar a los defensores de derechos humanos[10] y profundizar el discurso negacionista de la crisis humanitaria en Colombia[11]; ampliar el fuero militar para que solamente la justicia militar pueda juzgar a los uniformados implicados en acciones atentatorias contra la población civil[12]; y por último, aumentar el pie de fuerza del Ejército en 20.000 policías y 6.000 soldados para enfrentar la “fase final” de la ofensiva contrainsurgente, destinando $7.2 billones a beneficios para la alicaída moral de los uniformados[13]. Todos estos hechos desmienten a los violentólogos de toda calaña y a los socialdemócratas ilusos que creían que Santos sería diametralmente diferente a Uribe, como García-Peña quien llegó a exclamar en un arrebato de entusiasmo “quiero agradecerle a Juan Manuel Santos por no ser Álvaro Uribe. ¡Gracias, señor Presidente!”[14] (esta es supuestamente la “nueva izquierda” colombiana). Los hechos recientes, en realidad, no han alterado el curso de la estrategia militar de Santos sino que han sido utilizados como excusa para su implementación abierta, la cual es necesaria para el modelo de desarrollo económico contenido en los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y el que se negocia con la Unión Europea, así como para el Plan de Desarrollo Nacional basado en las actividades minero-extractivas y los agronegocios. El modelo colombiano de enriquecimiento mediante el despojo violento, que se encuentra en la base misma de conflicto social y armado colombiano, consiste en el desplazamiento de los pequeños campesinos y las comunidades por parte de los latifundistas a la vez que se despejan territorios para abrir paso a las “locomotoras” del desarrollo, que como dice gráficamente el término, arrollan todo lo que queda en el camino de los intereses del gran Capital[15].
La Marcha de la Guerra
En otro arranque de neo-uribismo, el establecimiento santista ha decidido copiar la iniciativa del 4 de Febrero del 2008 y patrocinar su propia marcha a favor del gobierno y contra la insurgencia apelando a la visceralidad de las clases medias urbanas enardecidas, recurriendo a una propaganda sofocante por todos los medios a su disposición, al sensacionalismo, a la estigmatización de las voces disidentes. Una marcha sin más propuestas que el odio, la polarización y la violencia, una marcha para reforzar el militarismo, donde “el ejercicio de la imaginación brilla por su ausencia”[16]. Una marcha con la cual buscan distraer al pueblo de los problemas sociales que lo han mantenido en movilización permanente todo el año, con la cual buscan lavar sus manos de la responsabilidad que les cabe en esta aventura militar que terminó con la muerte de los cuatro uniformados, pero por sobre todo, con la cual buscan dar alguna clase de legitimidad social a la profundización de la guerra sucia y a su política de tierra arrasada en las zonas rurales donde se libra el conflicto. La marcha del 6 de Diciembre es una parodia proto-fascista de concienciación, en la cual se busca movilizar a una masa desorganizada, amorfa, susceptible de ser manipulada. Marchar ese día es apoyar la política militarista y la guerra sucia del Estado; es apoyar el eterno derramamiento de sangre del campesinado; es apoyar el manejo irresponsable de la guerra por parte de un gobierno más interesado en encuestas de opinión que en las consecuencias de sus actos; es apoyar la criminalización de la oposición y la disidencia; es apoyar la hipocresía de un establecimiento que supuestamente se “conmueve” con estas muertes, pero que fue incapaz de mover un dedo por el intercambio humanitario cuando tuvieron más de una década para hacerlo y que no soportó que la insurgencia pudiera liberarlos unilateralmente. Marchar aquel día es apoyar el cierre estrepitoso del espacio político para la negociación política que han venido abriendo con no poco esfuerzo los movimientos populares a través de encuentros de masas como el de Barrancabermeja[17].
La hipocresía del Estado, evidenciada en esta marcha, es a partida doble. Porque no solamente reniegan de su propia responsabilidad al poner en riesgo la integridad de los combatientes de su propio bando, demostrando que los prefería muertos a liberados unilateralmente, sino que además porque jamás han mostrado una indignación semejante ante tragedias mucho peores que azotan al país. La tragedia del sábado es un drama minúsculo si se compara con la tragedia silenciada del pueblo colombiano que cuenta los desplazados en cinco millones, los desaparecidos en casi 60.000 reconocidos oficialmente, las ejecuciones extrajudiciales en varios miles más. No solamente estas tragedias no merecen indignación pública desde las altas esferas del Estado, sino que se protege a sus autores materiales e intelectuales con un velo de impunidad como lo demuestra la turbia protección a soldados de la Octava División en el Tame, Arauca, señalados por el secuestro, violación y asesinato de tres niños en Octubre del 2010[18]. Casos como estos abundan y el 98% se encuentran en la más perfecta impunidad y a la menor señal de justicia, comienzan las protestas de que se está intentando minar la moral de la tropa; esta protección de las violaciones a los derechos humanos, que corresponden a un aspecto integral de la política contrainsurgente del Estado, es la verdadera razón detrás de la reciente ampliación del fuero militar.
Pero también con la marcha se pretende cerrar el espacio para el acuerdo humanitario que vienen promoviendo sectores de la sociedad civil, y validar la continuación de la política de rescates militares, como lo ha anunciado el propio gobierno a pesar del clamor de los familiares de los militares retenidos por la insurgencia para evitar estas aventuras militares[19]. El intercambio humanitario es urgente, no solamente por los rehenes en poder de los insurgentes, sino sobretodo para evidenciar el drama que viven los más de 7.500 presos políticos y alrededor de un millar de presos de guerra, que sufren de condiciones completamente infrahumanas en las cárceles colombianas. Se ha convertido en un lugar común para el gobierno decir que a los presos de la insurgencia si se les respetan sus derechos y que se encuentran en condiciones infinitamente superiores a las de sus contrapartes militares en la selva. Esta afirmación, sin embargo, es otra gran mentira pues la tortura, los malos tratos, las privaciones de toda clase, la interferencia a visitas y el traslado arbitrario de presos políticos son la regla general en las cárceles colombianas, donde hasta se les hace convivir con los paramilitares. Algunas prisiones, como la Tramacúa, son prueba fehaciente del trato brutal que reserva el Estado para quienes han sido acusados del delito de “rebelión”. Para dar una prueba de las condiciones bestiales en las cárceles, basta citar el número de presos que han muerto a consecuencia de estos malos tratos en lo que va del año -en el período Enero-Mayo del 2011, al menos cuatro presos políticos y de guerra han muerto en las cárceles colombianas por falta de atención médica: José Albeiro Manjarrés[20], Jordán Fabián Ramírez, Otoniel Calderón Ovalle, Jimmy Ducuara Garzón[21]; dos presos más se suicidaron a causa de las torturas y malos tratos: Leonardo Salcedo y Jorge Russo[22]; desde entonces varios presos más han sido asesinado lentamente por malos tratos y otros han sido llevados al suicidio. Los casos más recientes han sido el mes de Noviembre: Jhon Jairo García[23], a quien se le negó asistencia médica para tratar una infección, y Ricardo Alfonso Contreras[24], quien murió por una brutal golpiza propinada por los guardias. La condición de varios presos es lamentable: un caso emblemático es el de Diomedes Meneses Carvajalino[25], quien se encuentra paralítico, carcomido por infecciones y aún así ha sido permanece en una cárcel de alta seguridad, y se le ha sometido a brutales torturas, en una de las cuales le arrancaron un ojo con una cuchara. De más está decir que no recibe atención adecuada y que su muerte por lenta tortura es una cosa de tiempo. Pese a estas historias de horror, el Estado persiste en negar la magnitud de la crisis humanitaria en las cárceles colombianas y arriesgar irresponsablemente a los rehenes en rescates militares.
Rechazar el militarismo del régimen y articular la lucha por la vida digna que Santos niega
La irresposabilidad del Estado va mucho más allá de la vida de una docena de rehenes en poder de la insurgencia. La irresponsabilidad de fondo es que con sus actos el Estado una vez más cierra las puertas a la posibilidad de una negociación política y vuelve a condenar a la sociedad colombiana a la prolongación de la guerra sucia y caníbal. Hoy día lo que se necesita en Colombia no son marchas vacías y viscerales, manipuladas e hipócritas, selectivas e irreflexivas, sino una movilización profunda y un debate colectivo en torno al conflicto social y armado, que vaya más allá de los clichés que repiten incansablemente los medios y de esas mentiras que martilladas una y otra vez, se convierten en verdad oficial.
No esperamos, desde luego, que la clase dominante colombiana que por dos siglos se ha enriquecido con el despojo violento y la exclusión política, dé gestos magnánimos para facilitar este debate. No esperamos que los medios al servicio de esos intereses venales sean los que abran el espacio para esta necesaria reflexión colectiva. Lo que sí esperamos, es que el pueblo que se moviliza a diario contra los atropellos del sistema, contra el modelo del despojo, contra el neoliberalismo armado, entienda la relación íntima que existe entre las inversiones multinacionales, la concentración de la tierra, el saqueo y la guerra. Aunque los medios y los furibundos nos hablen de los “héroes” caídos, en realidad no existe nada de heroísmo en una guerra para abrir territorio a las multinacionales, para garantizar la seguridad inversionista, para acallar la protesta social, para desplazar, para mantener el “orden” en el país con la mayor desigualdad en el Hemisferio después de Haití (¡Haití! ¡Qué consuelo!). Una guerra, además, en la cual los “héroes” uniformados han recurrido a toda clase de alianzas siniestras y en la cual han echado mano a las prácticas más abyectas e inhumanas, como la violación, la tortura, la desaparición forzada y las ejecuciones extrajudiciales para defender el privilegio absoluto de los cacaos y sus socios en EEUU. Apoyar esa guerra, en cualquier forma, es apoyar el modelo de hambre y marginalidad que padece la mayoría del pueblo colombiano, y contra el cual éste comienza a rebelarse de manera sostenida.
Colombia atraviesa un período de movilización popular inédito: en los primeros diez meses del año, la policía nacional registró casi 1600 protestas[26]. Esto, en parte, porque se está perdiendo el miedo; en parte, porque las condiciones mismas de existencia, cada vez más insportables para las inmensas mayorías empobrecidas, empujan al pueblo a luchar. Movilizaciones como las de los trabajadores de los agrocombustibles, de los petroleros, de los campesinos, de los transportistas, de los estudiantes, asonadas como las de Ocaña o Tarazá, con distintos matices, con distintos énfasis, con diversos niveles de concienciación, son expresiones nítidas del malestar profundo que está anidado en el corazón del pueblo colombiano.
Ante la protesta popular, Santos aplica dos opciones: romper la solidaridad del bloque popular buscando que el pueblo se solidarice mediante una mezcla de patrioterismo cínico y humanitarismo manipulado con los que profundizan el modelo del despojo. Y por otra parte, cerrar la posibilidad de que se construya, al calor de la movilización, “un espacio de convergencia amplio y participativo [para] articular la solución política al conflicto, como expresión amplia, nacional, del movimiento popular (no de ese sofisma llamado “sociedad civil”), mediante la construcción de un proyecto alternativo, colectivo, y a la luz de los enormes desafíos y obstáculos, revolucionario, que permita la superación del conflicto.”[27] La solución política está ligada a las transformaciones sociales que la actual movilización popular demanda; la solución militar está ligada al mantenimiento del status quo. El bloque dominante no estará dispuesto a ceder nada ni a negociar sus privilegios a menos que sea presionado mediante una enorme movilización popular de masas, mediante luchas abiertamente en desafío al sistema el cual se ha demostrado irreformable y debe ser cambiado a fondo. Por eso es que el verdadero campo de batalla para el régimen está en lo político, no tanto en lo militar. Ese es el verdadero sentido de la marcha del 6 de Diciembre: buscar ganar terreno político perdido para el neoliberalismo armado y la guerra sucia.
Así que ya sabemos: la distinción entre Santos y Uribe es como el cuento del policía bueno y el policía malo. Que Santos termine siendo una copia perfeccionada del uribismo no es algo que deba sorprender a nadie pues lo empuja en ese sentido la lógica misma del modelo que se implantó en Colombia a lomo del paramilitarismo con la “refundación de la Patria” en los pactos de Ralito, Pivijay, Chivolo, Caldas, Barranco de Loba, Granada etc. Siempre sostuvimos que las tendencias fascistizantes de Uribe no eran una mera inclinación psicológica sino que estaban firmemente arraigadas en la realidad socio-económica y en la dinámica del poder en Colombia. Los últimos eventos en Colombia nos dan, lamentablemente, la razón.
[6] http://www.gara.net/paperezkoa/20111128/306383/es/Le-decimos-presidente-Santos-que-guerra-no-abre-puerta-paz La carta de las FARC-EP anunciando la liberación unilateral puede leerse acá http://noticiasuno.com/uploads/CARTA%20%20ABIERTA%20DE%20LAS%20FARC%20EN%20LAS%20QUE%20ACEPTAN%20LA%20LIBERACI%C3%93N%20DE%206%20SECUESTRADOS.pdf
[15] Sobre el modelo económico colombiano y la violencia, llamado a veces “Neoliberalismo Armado” o “Modelo de Acumulación por Despojo Violento” ver un artículo previo http://www.anarkismo.net/article/19933
[16] Una de las críticas más lúcidas, incisivas e inteligentes a las marchas de Uribe Vélez en el 2008, fue escrita por Carolina Sanín en Semana http://www.semana.com/opinion/no-marcho/118360-3.aspx Creo que muchas de las observaciones que hace en este artículo son perfectamente relevantes ante la iniciativa de Santos.